Día 5 XXXI Domingo del Tiempo Ordinario

        Evangelio: Mt 23, 1-12 Entonces Jesús habló a las multitudes y a sus discípulos diciendo:
         —En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced y cumplid todo cuanto os digan; pero no obréis como ellos, pues dicen pero no hacen. Atan cargas pesadas e insoportables y las echan sobre los hombros de los demás, pero ellos ni con uno de sus dedos quieren moverlas. Hacen todas sus obras para que les vean los hombres. Ensanchan sus filacterias y alargan sus franjas. Anhelan los primeros puestos en los banquetes, los primeros asientos en las sinagogas y que les saluden en las plazas, y que la gente les llame rabbí. Vosotros, al contrario, no os hagáis llamar rabbí, porque sólo uno es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos. No llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque sólo uno es vuestro Padre, el celestial. Tampoco os dejéis llamar doctores, porque vuestro doctor es uno sólo: Cristo. Que el mayor entre vosotros sea vuestro servidor. El que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado.

Sencillez de hijos

Sintonía con Cristo
Michel Esparza

        Nos detendremos en algunas afirmaciones del Señor que nos recuerda la Iglesia, por la pluma de san Mateo, en este domingo. Convendrá, como suele ser nuestro criterio, que adoptemos esos pensamientos de Jesús como pautas a las que atenernos. De ordinario veremos con claridad que es sabiduría, verdad, rectitud, acierto incuestionable lo que procede de sus labios; pero si, en algún caso, no tuviéramos esa impresión, también asentiríamos, afirmando como el príncipe de los apóstoles: Tú tienes palabras de vida eterna.

        En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos, afirma Cristo. Y hay puestos preeminentes que deberían ser ocupados por personas ejemplares. Sucede hoy, en cambio, como en otros tiempos, que desde lugares de gran difusión e influencia se anima a conductas torcidas de acuerdo con la corrupción de la propia vida. Se anima públicamente al vicio, y se presenta así como normal, como si fuera lo más frecuente, lo razonable y, por lo tanto, la conducta lógica de la gente corriente.

        Otras veces, es de sobra conocida como viciosa, la actitud de los que mandan, y que muy poco tiene que ver con lo que aconsejan: Haced y cumplid todo cuanto os digan; pero no obréis como ellos, pues dicen pero no hacen. Atan cargas pesadas e insoportables y las echan sobre los hombros de los demás, pero ellos ni con uno de sus dedos quieren moverlas. En cualquier caso no debe ser para nosotros una disculpa el mal ejemplo de los demás, ni siquiera el de la mayoría; y tampoco, si son los que mandan, organizando la vida social, quiénes en su indecencia llegan incluso a promover y hasta forzar una conducta injusta. En nuestro exanen de conciencia, el modelo de referencia para nuestros actos queremos que sea la vida de Jesucristo. Aprended de mí, nos dice. Debemos imitar esa conducta generosa, que sólo busca el bien de los demás y es la propia de Jesús. El bien que busca Cristo será siempre lo que es mejor para los hombres.

        Otros, en cambio, hoy como ayer: Hacen todas sus obras para que les vean los hombres. Ensanchan sus filacterias y alargan sus franjas. Anhelan los primeros puestos en los banquetes, los primeros asientos en las sinagogas y que les saluden en las plazas, y que la gente les llame rabbí. Así se comportan bastantes a nuestro alrededor: nosotros mismos, de vez en cuando. Nos olvidamos los humanos de que el gran espectador es Dios, Señor y Padre nuestro. Concédenos –le pedimos– visión sobrenatural para contemplarte siempre a nuestro lado: por la mañana, por la tarde y por la noche; cuando trabajamos y en el descanso; si algo nos cuesta, pero es nuestra obligación hacerlo, lo mismo que si algo nos distrae o nos divierte. Queramos considerar –en todo caso– que es voluntad de Dios el cumplimiento de nuestras obligaciones familiares, profesionales o sociales.

        Podemos asegurar, sin temor a equivocarnos, que esa presencia de Dios junto a nosotros –siempre a favor– que nos confirma la fe, es el principio y punto de partida, de toda obra sobrenatural buena. Es preciso convencerse, recuerda san Josemaría, de que Dios está junto a nosotros de continuo. —Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado.
         Y está como un Padre amoroso —a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos—, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando.
         ¡Cuántas veces hemos hecho desarrugar el ceño de nuestros padres diciéndoles, después de una travesura: ya no lo haré más! —Quizá aquel mismo día volvimos a caer de nuevo... Y nuestro padre, con fingida dureza en la voz, la cara seria, nos reprende..., a la par que se enternece su corazón, conocedor de nuestra flaqueza, pensando: pobre chico, ¡qué esfuerzos hace para portarse bien!
         Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos.

        Más de una vez me ha venido a la mente y al corazón el pensamiento que se acaba de citar del Fundador de la Obra, a propósito de los textos evangélicos. Nos conmueve pensar que es preciso convencerse... Posiblemente de pocas verdades estamos tan firmemente persuadidos los hijos de Dios en la Iglesia, como de la inefable omnipresencia divina y, de modo particular, en nuestro interior espiritual: siempre atento el Señor a nuestras peticiones, arrepentimientos, acciones de gracias, actos de adoración; en suma, atendiendo la oración de su criatura humana. Sin embargo, es preciso, una y otra vez, persuadirnos, como si esa fe indudable necesitara un permanente recuerdo, porque no queremos vivir como si estuviéramos solos en el mundo, sin nuestro Padre Dios, que está junto a nosotros de continuo.

        Es muy reconfortante, en verdad, conducir nuestra vida con ese convencimiento permanente: seguros de tener a Dios, Padre Nuestro, a nuestro lado. Más aún, en Él vivimos, nos movemos y existimos, afirma rotundo el Apóstol. Viene a ser la existencia humana, entonces, como un anticipo de la Eterna Bienaventuranza del Cielo. Y se desea con toda el alma amar a Dios, agradándole con la conducta cotidiana, deseando corresponder así a tanto amor de su parte.

        Y casi sin querer se nos va el pensamiento a su Madre Santísima y Madre nuestra. Y, en confidencia de hijos sencillos que le decimos: "enseñarnos a amar".