Día 6 Fiesta: La Transfiguración del Señor

        Evangelio: Mt 17, 1-9 Seis días después, Jesús se llevó con él a Pedro, a Santiago y a Juan su hermano, y los condujo a un monte alto, a ellos solos. Y se transfiguró ante ellos, de modo que su rostro se puso resplandeciente como el sol, y sus vestidos blancos como la luz. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías hablando con él. Pedro, tomando la palabra, le dijo a Jesús:
        —Señor, qué bien estamos aquí; si quieres haré aquí tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.
        Todavía estaba hablando, cuando una nube de luz los cubrió y una voz desde la nube dijo:
        —Éste es mi Hijo, el Amado, en quien me he complacido: escuchadle.
        Los discípulos al oírlo cayeron de bruces llenos de temor. Entonces se acercó Jesús y los tocó y les dijo:
        —Levantaos y no tengáis miedo.
        Al alzar sus ojos no vieron a nadie: sólo a Jesús. Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó:
        —No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del Hombre haya resucitado de entre los muertos.

Una franca relación con Dios

El último bailarín de Mao

        Dios mismo mantiene una relación real con los hombres. La iniciativa es suya, como la existencia misma de la humanidad, de cada ser humano. Estas personas –sujetos individuales, inteligentes con capacidad de amar– que somos cada uno y los que junto a nosotros conviven, hemos sido objeto de cierto "toque" muy especial divino. Para empezar, Él quiso nuestra existencia –ninguno hemos tenido semejante iniciativa–, y no una existencia sin más, como lo que nosotros producimos y simplemente está ahí, sin decir nada ni pretender nada: los coches, por ejemplo. No somos tampoco las personas como los árboles, pongamos por caso, que son como los hombres obras del Creador y vendrían a ser respecto a Él como los coches de algún modo respecto a nosotros: tampoco los árboles le pueden decir nada ni sienten nada respecto a su Creador: no tienen conciencia de sí mismos y mucho menos de su Causa.

        Es patente que el hombre es un ser con conciencia: es consciente de sí mismo y se pregunta el porqué de su existencia: por su Creador y por su destino. Pero los versículos de san Mateo que consideramos en la fiesa de la Transfiguración de Nuestro Señor, nos ponen de manifiesto –así lo ha previsto el Espíritu Santo, principal autor de la Escritura– que Dios ha querido convivir con los hombres, haciéndonos partícipes de su vida divina. Se narra en este pasaje que dos hombres hablaban con Jesús: En esto, se les aparecieron Moisés y Elías hablando con él. Debemos admirarnos –sin querer acostumbrarnos a esa admiración– al considerar que los hombres llegan a tener forma gloriosa, según afirma el evangelista –de modo expreso san Lucas– y trascienden la realidad del tiempo: se les aparecieron bastantes años después de su tránsito terreno. Dos personas, de sobra conocidas por todo israelita por su lealtad a Dios, aparecen en perfecta sintonía con la divinidad. Tratan con Jesús de palabra –el Verbo de Dios encarnado, no lo olvidemos ni por un instante–, como la cosa más normal en ellos.

        Se hace necesario considerar repetidamente esta verdad decisiva en nuestra existencia. Recordemos que incluso aquellos discípulos de Jesús elegidos para acompañarle en aquel decisivo momento, Pedro, Juan y Santiago, al poco tiempo parecen haber olvidado el suceso del que fueron testigos de excepción. El ajetreo de lo cotidiano con sus afanes les lleva valorar poco que Dios se interesa por los hombres, hasta el extremo de mostrarles el esplendor de su vida, hasta hacerles posible vivir su eternidad. Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el Reino de Israel?, le preguntarán instantes antes de ascender a los cielos. No terminaban de comprender que el Reino de Israel y todas las realidades de este mundo, no pasan de ser un medio: que lo que Él vino a establecer en el mundo y la empresa que les encomendaba difundir, era el Reino de Dios, el Reino de los Cielos, la Vida de Dios con los hombres. Fue precisa la Pentecostés, para que la Gracia divina iluminara sus mentes y sus corazones y entendieran, por asombroso que pareciera, que la vida humana puede y debe ser una vida con Dios, pues así lo quiso nuestro Creador y Señor.

        ¿En qué se nota, en el quehacer cotidiano –en el mío– esa dimensión propia y específica que nos trasciende de la existencia terrena? No es lo nuestro casi únicamente esforzarnos en un intento para que transcurran nuestras jornadas más gratamente cada día, con más influencia personal en el entorno o más satisfechos de los logros conseguidos: no se trata de conseguir esos objetivos. Pedro, junto a Santiago y Juan, tuvo por un instante la experiencia incomparable de aquella vida enteramente sobrenatural e intentó permanecer de modo definitivo en aquel estado que Dios quiso que apenas gozara: Señor, qué bien estamos aquí; si quieres haré aquí tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Comprobó, en efecto, que el hombre está pensado para la vida en Dios: qué bien estamos aquí, declaró con sencilla espontaneidad. Hasta entonces no se había sentido tan bien: aquello era un anticipo de la Eterna Bienaventuranza, para la que todos los hombres hemos sido creados.

        Ahora ya debemos conducirnos de acuerdo con esa vida –la vida de los hijos de Dios–, que es la propia y específica para nosotros, como nos ha revelado el mismo Dios haciéndose hombre. La Redención imprescindible de los pecados, con los medios sobrenaturales que nos conducen a esa Vida, nos llega también de Jesucristo; concretamente de su Pasión y muerte en la Cruz, que es su precio. ¿Vivimos de una vida sacramental que nos nutre espiritualmente haciéndonos crecer en la vida divina? Los sacramentos, medios por antonomasia para la vida de Dios, son el fruto de la Cruz de Jesucristo. Sin ellos no puede el cristiano alcanzar la plenitud que le corresponde: si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. Así se expresa Nuestro Señor, de modo inequívoco, para que tuviéramos los hombres muy claro que no es la nuestra una existencia meramente terrenal, y que la Eucaristía, a la que conducen los demás sacramentos, es imprescindible para la salvación.

        La invocación frecuente a Nuestra Madre es medio que desarrolla la vida sobrenatural y manifestación de ella.