Día 11 Domingo. Solemnidad: La Santísima Trinidad

        Evangelio: Jn 3, 16-18 Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no es juzgado; pero quien no cree ya está juzgado, porque no cree en el nombre del Hijo Unigénito de Dios.

Dios espera a todo hombre y sólo a los hombres

John Henry Newman. Una semblanza
José Morales

        Hoy, domingo de la Santísima Trinidad, tenemos –conducidos por la Iglesia– una vez más, la ocasión de estallar en acciones de gracias por sabernos tan admirablemente creados. Las palabras del Señor que nos brinda san Juan nos hablan del interés que hemos tenido los hombres para Dios. Jesucristo lo afirma con sencillez: Dios empleó en favor de los hombres para que pudieran salvarse lo más querido para El, su propio Hijo, que también es Dios. Es imposible pensar en un precio mayor por lograr lo que se quiere.

        El amor de Dios por nosotros no es, en todo caso, de interés por algo nuestro de lo que El carezca, como si pudiéramos con eso enriquecer a Dios. Su amor, de pura benevolencia, busca nuestro bien. Como Padre que es, habiéndonos concedido la existencia, a una vida inigualable a imagen y semejanza de la suya, quiere el pleno y definitivo establecimiento de esa vida suya –divina– en cada hombre, a pesar del pecado.

        La Revelación nos dice que los hombres, menospreciando ese proyecto del Creador, desobedecieron. No quiso el hombre aceptar lo que Dios, su autor bueno, le proponía. Por el contrario, desconfió de Dios, pensando que por sí mismo podría organizarse un destino mejor. Esta desconfianza, consumada por la desobediencia rebelde a Dios, es el pecado. Desde el primer pecado –pecado original– los hombres se dejan arrastrar no pocas veces por el atractivo de imponer su voluntad, aunque sea contraria a la divina. Cada vez que pecamos negamos la sabiduría y bondad infinitas de Nuestro Creador. Aunque no lo pensemos expresamente, actuando contra su voluntad, nos consideremos arrogantemente por encima Él en sabiduría, a la vez que lo tachamos de mal padre que no quiere a sus hijos. Nos permitimos poner en entredicho su amor.

        Animados por el ejemplo de nuestra Madre, Virgen Fiel, deseemos ser dóciles cuando descubrimos, movidos internamente por el Espíritu Santo, lo que más agradará a Dios entre las distintas conductas posibles. Le pedimos que aumente nuestra fe para vivir seguros mientras nos esforcemos por hacer sencillamente lo que le agrada. Que nada nos consuele tanto como haber buscado amar a Dios con obras. Que no perdamos la paz entonces, aunque materialmente, ante el mundo –que valora con criterios solamente terrenos–, nuestra vida no sea exitosa. Que sintamos intranquilidad, en cambio, cada vez que, recibiendo el aplauso de la gente o gozando humanamente de la vida, no tengamos claro, sin embargo, si estamos agradando también a Nuestro Padre Dios.

        Jesucristo, Dios y modelo humano de cada uno, nos ha precedido en ese camino sobre la tierra al que los hombres hemos sido llamados: el de agradar a Dios, amándole sobre todas las cosas, en cada momento y circunstancia de la vida. Será entonces una existencia trinitaria la nuestra: de amor filial al Padre, imitando al Hijo, movidos por el Espíritu Santo. Para una vida así nos pensó Dios. Para una vida que no es posible vivir con facultades solamente humanas. Por eso aseguró Jesús a sus discípulos: Sin mí no podéis hacer nada. Y san Pablo reconoce: ... porque, sin tu ayuda, Señor, no podemos agradarte.

        Demos gracias a Dios en este día. Nuestro Creador se nos ha revelado admirablemente. No sólo nos hizo vivir, como a tantos otros seres. Nos ha mostrado además que en la intimidad de tres personas vive un solo Dios y que se nos ofrece para toda la eternidad. A ese Dios ya lo tenemos al alcance de nuestro afecto y, si le dejamos, plasma más y más su amor en cada uno.

        —¡Dios es mi Padre!, aseguraba san Josemaría.—Si lo meditas, no saldrás de esta consoladora consideración.
         —¡Jesús es mi Amigo entrañable! (otro Mediterráneo), que me quiere con toda la divina locura de su Corazón.
         —¡El Espíritu Santo es mi Consolador!, que me guía en el andar de todo mi camino.
         Piénsalo bien. —Tú eres de Dios..., y Dios es tuyo.

        Este domingo de la Santísima Trinidad es tal vez una ocasión especialmente apropiada para fomentar las acciones de gracias desde el silencio de nuestro corazón. Gracias al Padre; que nos acoge con entrañas paternas, mejor que el más cariñoso padre de este mundo: nos ha engendrado a la vida, nos protege, y nos perdona si arrepentidos volvemos a El como el hijo pródigo. Gracias al Hijo; que como Primogénito nos enseña con su ejemplo y, siendo inocente, ha dado –obediente– su vida cargando con las culpas de toda la humanidad. Gracias al Espíritu; Señor y Dador de Vida: de la vida sobrenatural que nos hace vivir en Dios y hace que Dios viva en nosotros.

        Gracias, en fin, a Santa María, nuestra Madre, Abogada y Señora. Nadie como Ella –así lo ha querido Dios–, nos conduce, con dulzura y fortaleza, a la Trinidad Beatísima; siendo la Hija de Dios Padre, la Madre de Dios Hijo y la Esposa de Dios Espíritu Santo.