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Día 19 III Domingo de Cuaresma |
Evangelio:
Jn 4, 5-42 Llegó entonces a una ciudad
de Samaría, llamada Sicar, junto al campo que le dio Jacob
a su hijo José. Estaba allí el pozo de Jacob. Jesús,
fatigado del viaje, se había sentado en el pozo. Era más
o menos la hora sexta. |
"Si conocieras el don de Dios..." |
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Ante este episodio que nos presenta hoy la Liturgia de la Palabra, debemos encomendarnos al Espíritu Santo con la esperanza de captar, por su luz, la enseñanza que se nos ofrece. Son muchos los rasgos aleccionadores de la escena. Fijémonos sólo en uno y de carácter general: que en realidad no suceden las cosas sólo humanamente, en un sentido exclusivamente terreno y, por así decir, recortado del término humano. Como entre Jesús y esa mujer, para nosotros todo sucede sobrenaturalmente. En los negocios estrictamente humanos el que pide espera recibir; pero aquí Jesús pide para dar. Cuando en lo humano damos algo favorecemos a otro, sin embargo, a Dios no le podemos favorecer. Siempre resulta favorecido el que decide ser generoso con Él. Siendo Dios puro don, enriquece siempre; hasta cuando pide y le damos. Así ha sucedido desde el principio con la Creación, con la revelación de Dios a los patriarcas..., a los profetas...: en cada momento los hombres han tenido la oportunidad de secundar la voluntad divina. Así con Jesucristo, como aquel día junto al pozo de Sicar, y así continúa otorgándonos sus dones cada vez que tenemos la impresión de cumplir con lo que Dios nos pide o de llevar a cabo lo que más le agrada. Es preciso reconocer que, por voluntad de Dios, somos mucho más de lo que imaginamos; pues tenemos solamente los hombres la capacidad de conocer a Dios y de conformar nuestra voluntad con la suya. En esto consiste la libertad y por esto es, en lo humano, el mayor don que de Dios hemos recibido. La grandeza de la libertad consiste en que es una permanente oportunidad, concedida a los hombres de modo exclusivo vale la pena insistir en ello de recibir dones de Dios: que en cada momento nos podemos identificar, de algún modo, con Él dando, dándonos, amando. ¿Libertad para ser independiente, para realizar mi antojo, para sentirme dueño y señor de mí mismo, para imponer mi voluntad con autonomía en mis cosas? Sí, desde luego. Pero es claro que no consiste en eso la grandeza de la libertad. ¿Qué importancia tiene que se lleve a cabo lo mío, mi "gran" decisión? No pasa de ser eso por genial que me parezca la ocurrencia de una criatura, una gran criatura si queremos por ser hombres, pero una criatura al fin y al cabo. ¡Qué diferente si lo que se lleva a cabo es una voluntad divina, siendo también la mía! He aquí la grandeza de la libertad: la oportunidad permanente que tiene el hombre de actuar a lo divino. Que sólo se entiende cuando esa libertad va de la mano con la unidad; que es tanto como decir que se asienta en la genuina verdad del hombre. Es lógico, por consiguiente, que Jesús muestre su extrañeza a la mujer, que se resiste en un primer momento a acceder a su petición por considerarse superior. Pero hacer lo que Dios desea supone identificarse de algún modo con Él; por eso, siempre es favorecido el que cumple su voluntad. Aunque parezca que se hace algo por Dios, más bien se recibe lo que Dios concede: actuar a lo divino y, de algún modo, ser como Él. Esto es ser "a su imagen y semejanza"; precisamente lo que marca la diferencia entre el hombre y el resto de la Creación que contemplamos, lo que nos eleva de tal modo, incluso sobre nosotros mismos, que como ya se ha dicho, por nuestra grandeza, nunca acabamos de comprendernos. Jesús, por su parte, habiéndose hecho hombre, hijo de María, se pone a nuestra altura siendo Dios; para que siendo hombres y con su misma Madre, le podamos amar de verdad. |
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