Día 4 II Domingo de Adviento

        Evangelio: Mt 3, 1-12 En aquellos días apareció Juan el Bautista predicando en el desierto de Judea y diciendo:
         —Convertíos, porque está al llegar el Reino de los Cielos.
         Éste es aquel de quien habló el profeta Isaías diciendo:
         Voz del que clama en el desierto:
         «Preparad el camino del Señor,
         haced rectas sus sendas».
         Llevaba Juan una vestidura de pelo de camello con un ceñidor de cuero a la cintura, y su comida eran langostas y miel silvestre.
         Entonces acudía a él Jerusalén, toda Judea y toda la comarca del Jordán, y eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados. Al ver que venían a su bautismo muchos fariseos y saduceos, les dijo:
         —Raza de víboras, ¿quién os enseñó a huir de la ira que va a venir? Dad, por tanto, un fruto digno de penitencia, y no os justifiquéis interiormente pensando: «Tenemos por padre a Abrahán». Porque os aseguro que Dios puede hacer surgir de estas piedras hijos de Abrahán. Ya está el hacha puesta junto a la raíz de los árboles. Por tanto, todo árbol que no da buen fruto se corta y se arroja al fuego.
         »Yo os bautizo con agua para la conversión, pero el que viene después de mí es más poderoso que yo, a quien no soy digno de llevarle las sandalias. Él os bautizará en el Espíritu Santo y en fuego. Él tiene en su mano el bieldo y limpiará su era, y recogerá su trigo en el granero; en cambio, quemará la paja con un fuego que no se apaga.

Rectitud de intención

Benedicto XVI: Luz del mundo: el Papa, la Iglesia y los Signos de los Tiempos
Peter Seewald

        Vamos avanzando en el Adviento, y en este segundo domingo nos propone la Iglesia la enseñanza de Jesús a un grupo integrado en su mayor parte por fariseos y saduceos, que se tenían por cumplidores habituales de la ley, aunque según interpretaciones distintas. El Señor critica su conducta, que pareeía ya consolidada, y el reproche puede ser de actualidad y dirigido a un grupo como el que nosotros formamos. Nosotros también podríamos decir que ya somos cristianos, que ya rezamos, que cumplimos con lo prescrito... –tantas cosas más podríamos decir para justificarnos–, tratando de mostrar que, por nuestra condición, ya hacemos lo suficiente para ser considerados buenos.

         En este Adviento, tiempo de preparación personal porque viene Dios –en cierto sentido– más especialmente, procuramos examinar nuestra vida, no sea que necesite ser de algún modo corregida aunque tengamos habitualmente la impresión de ser buenos, de haber sido –de siempre– buenos cristianos. Esa impresión tenían los fariseos y los saduceos: que, por el hecho de ser los oficialmente cumplidores de la ley, pensaban que ya no debían preocuparse más. Su seguridad se apoyaba, como la de algunos hoy día, en pertenecer a una clase posiblemente heredada y, por tanto, sin mérito alguno de su parte o quizás con el exclusivo mérito de mantener unas prácticas religiosas bastante rutinarias.

         Os aseguro que Dios puede, aun de estas piedras, suscitar hijos de Abrahán, les reprocha el Bautista. Les viene a decir que la condición inicial en la vida espiritual no nos basta, la tenemos por providencia de Dios y punto de partida para lo que se espera de cada uno, para lo que pide Dios de nosotros. Con razón, pues, castigará el Señor a los que sin razón se tranquilizan al pensar, satisfechos, en una bondad –la suya– heredada o vivida casi sólo por la fuerza de la costumbre.

         No queramos nosotros sentirnos satisfechos ningún día, como si ya hubiéramos cumplido con Dios o como si, por la educación cristiana recibida y pacíficamente asimilada, poco más debiéramos hacer y exigirnos, aparte de lo que ya vamos haciendo hoy, con poco esfuerzo por nuestra parte. Espera el Señor de cada uno amor, decisiones personales auténticas en su servicio, manifestadas, por tanto, en obras. Y que donde no llegaron nuestras obras, llegue el arrepentimiento con dolor, porque no supimos querer al Señor como Él espera. Deberá ser ése el momento de un renovado propósito, fruto de la contrición.

         Suavemente movidos por la Gracia y con la luz clara de estas palabras del Señor, podemos decidirnos a rectificar lo que sea necesario, para que la venida de Dios a los hombres en la próxima Navidad nos encuentre bien dispuestos. Acogeremos así con más provecho, gozosos, el tesoro de su misericordia y amor. Será entonces el momento de responder serena y sencillamente a los que nos pregunten, que el origen de la verdadera alegría –de la felicidad– no puede ser otro que una efectiva unión con Dios; que la fatiga y hasta el dolor, precio humano de esa unión, se tienen por bien pagados; y que es nuestro mismo Señor quien, en su misericordia, nos da las fuerzas para poder y superar la flaqueza que nos detiene.

         No olvidemos, en todo caso, las palabras amenazantes de Juan, aunque sea preferible actuar por razones positivas: el hacha está ya puesta a la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego. Espera Nuestro Dios que le acojamos cargados de futos, habiendo hecho rendir, para Él, las buenas cualidades que nos ha otorgado. ¿Qué hago con mi tiempo, con mi imaginación, con mi esfuerzo? Puedo y debo ocuparlos en Dios, aun a costa de renunciar a ser personalmente el protagonista de la historia de mi vida. Necesito servir al desarrollo en mí del plan trazado por el Creador desde antes de la constitución del mundo, según la expresión de san Pablo.

         En este tiempo de Adviento, cuenta Dios con mi espera ilusionada, mientras me esmero en los detalles, quizá pequeños, con los que puedo mejorar para acogerle mejor. Cada esfuerzo en esa mejora será manifestación de amor, como el amor de María cuando disponía lo necesario antes del nacimiento de Jesús.