Día 21 II Domingo de Cuaresma

        Evangelio: Lc 9, 28b-36 En aquel tiempo, se llevó con él a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a un monte para orar.
        
Mientras él oraba, cambió el aspecto de su rostro, y su vestido se volvió blanco y muy brillante.
         En esto, dos hombres comenzaron a hablar con él: eran Moisés y Elías que, aparecidos en forma gloriosa, hablaban de la salida de Jesús que iba a cumplirse en Jerusalén.
         Pedro y los que estaban con él se encontraban rendidos por el sueño. Y al despertar, vieron su gloria y a los dos hombres que estaban a su lado.
         Cuando éstos se apartaron de él, le dijo Pedro a Jesús:
         —Maestro, qué bien estamos aquí; hagamos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías -pero no sabía lo que decía.
         Mientras así hablaba, se formó una nube y los cubrió con su sombra. Al entrar ellos en la nube, se atemorizaron.
         Y se oyó una voz desde la nube que decía:
         —Éste es mi Hijo, el elegido: escuchadle.
         Cuando sonó la voz, se quedó Jesús solo. Ellos guardaron silencio, y a nadie dijeron por entonces nada de lo que habían visto.

Vivir en la fe

María Vallejo-Nájera
Cielo e infierno: verdades de Dios

        Conducidos por la narración de san Lucas, nos encontramos con un momento especialmente sobrenatural de la vida del Señor. No sólo nos muestra Jesús en esta ocasión un poder por encima de las fuerzas humanas, como sucede, por ejemplo, en las curaciones milagrosas, sino que, sustraídos, por así decir, de este mundo, los Apóstoles acompañados por Jesús se asoman de algún modo al "mundo" de la Trinidad.

        Consideremos lo que, para nuestra enseñanza, el Espíritu Santo nos transmite a través de este Evangelio y procuremos, a continuación, aplicarlo a la vida de cada uno, puesto que nada se nos ha revelado inútilmente. Nos encomendamos al Paráclito para que, con su luz, aprendamos una vez más lo que Dios nos sugiere a partir de esta escena de la Transfiguración.

        La felicidad de Pedro, que con toda sencillez le propone a Jesús instalarse en la cumbre del monte, manifiesta que es un gozo grande el trato con los santos y participar de la Gloria de Dios. Lo mejor para los hombres es vivir santamente: según Dios y con Él. Descubrir esta realidad constituye un éxito sin igual para la persona. No podía ser de otro modo, siendo Dios Nuestro Creador, el Artífice de los elementos que nos configuran y de la plenitud en que consiste nuestra felicidad. Diríamos que nadie sino Dios sabe lo que nos conviene y cómo seremos felices.

        Pero esta felicidad, como se nos muestra por el relato evangélico, es de otro orden: no se debe a estímulos humanos agradables, como sucede con las cosas que nos hacen gozar en esta vida. El misterio que envuelve toda la escena indica que Jesús y sus acompañantes están de algún modo sustraídos de este mundo, y ahí es donde Pedro exclama: Maestro, qué bien estamos aquí, hagamos tres tiendas.

        Por unos instantes esos tres hombres, sin saber cómo, han compartido con Moisés y con Elías la vida de los que habitaban en el seno de Abraham, que –sin gozar todavía de la contemplación de Dios– vivían ya felizmente predestinados, esperando aún la muerte de Cristo que les abriera las puertas del Paraíso, para vivir en la intimidad de Dios. Por unos instantes Pedro, Santiago y Juan se sintieron tan felices que no echaban de menos nada del mundo. No gozaban plenamente de Dios, pero aquel estado de plenitud nuevo, que experimentaron en la cumbre del monte, no tenía precedentes para ellos. No valía la pena, según Pedro, seguir buscando la felicidad en otra parte: instalémonos aquí, viene a decirle a Jesús.

        En un momento –continúa diciéndonos el relato– los cubrió una nube y ellos se atemorizaron. De la nube se oyó la voz del Padre: Este es mi Hijo, el elegido, escuchadle. Contrasta ese temor con la felicidad de sólo un instante antes. Tal vez se deba a que no eran aún aquellos hombres dignos de estar ante la Trinidad, significada por la Voz, Jesús y la Nube que envolvía a todos. Siendo discípulos fieles del Señor, todavía debían purificarse. Como tendremos ocasión de comprobar, estaban llenos de afanes humanos. Dentro de poco, por ejemplo, los veremos discutiendo sobre cuál de entre ellos sería el mayor.

        Además las palabras que habían escuchado les imponían una grave responsabilidad. El Maestro, al que venían siguiendo desde tiempo atrás, era, en efecto, Maestro y debían escucharle, no tanto por el atractivo que ellos habían descubierto en Él, sino, desde ahora, por un mandato de lo Alto. Su vocación –llamada– de seguir a Jesús para vivir con Él, se refrendaba así con ese imponente, exigente e imperativo testimonio sobrenatural. Jesús aparecía además confirmado como Mesías, en continuidad y sintonía con dos importantes figuras del antiguo Israel: Moisés y Elías.

        La Transfiguración es un importante acontecimiento de la vida de Jesús, que debemos incorporar a nuestra idea de Cristo, para que no disminuya, por contemplarle en ocasiones tan humano, el convencimiento que tenemos de su divinidad y trascendencia del mundo: Uno con el Padre y el Espíritu Santo.

        Agradezcamos a Dios que haya querido hacerse tan próximo a los hombres en Jesucristo. Deseemos apreciar más y más esta cercanía que el Creador ha querido tener en el mundo sólo con el hombre, en lo que radica nuestra grandeza: nuestra dignidad de personas. Procuremos que muchos más se admiren con nosotros cada día de poder compartir la propia existencia en intimidad con nuestro Dios y Señor.

        Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra, nos enseña, proclamando que hizo en Ella cosas grandes el Todopoderoso, porque se fijó en la humildad de su esclava.