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Cielo
e infierno: verdades de Dios
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Es
la Gracia de Dios. María es así por la Gracia. Porque
es llena de Gracia desde su primer instante y porque con libertad
respondió siempre bien a Dios. La llamamos Inmaculada porque
no ha conocido el pecado. Por especial privilegio es preservada del
pecado original y durante su vida siempre responde a Dios manifestándole
amor en cada circunstancia.
Conocemos algunos momentos de la vida de la Virgen.
Son acontecimientos que nos admiran y un ejemplo para todos los que
queremos corresponder a la bondad de Dios. Queremos acogernos a su
maternal protección: a las discretas insinuaciones que sugiere
en nuestra alma y a la valentía que mostró en su conducta.
Deseamos escucharla atentamente en nuestro interior y que nos fortalezca
para llevar a cabo sus consejos. Es nuestra Madre y busca para sus
hijos lo mejor. Hasta nos convence como hacen las madres con sus
pequeños para que acabemos entusiasmados con lo que Ella
ama. Basta sólo con que nos dejemos querer.
¿Y qué haremos para recibir eficazmente
el cariño de nuestra Madre? Bastará con que nos pongamos
a su alcance, con que perseveremos junto a Ella un tiempo expresamente
dedicado a tratarla, a conocerla. Nos dirigiremos a la Virgen como
niños a su Madre: son muchas las prácticas de piedad
mariana que aconseja la Iglesia, no hay por qué asumirlas todas,
aunque sí las que vayan mejor a nuestra situación. En
este trato filial le pediremos consejo para amar más a su Hijo
y con su ayuda concretaremos las manifestaciones que Ella nos sugiera
para este amor.
Con María, como con Jesús, vivimos vida
sobrenatural, que no es terrena aunque sea en este mundo. Es vida
efecto de la misma Gracia de Dios que hizo a nuestra Madre, por su
correspondencia, bendita entre todas las mujeres. Es la vida a la
que somos invitados por Dios, aquella a la que se refiere Jesús:
si no coméis la carne
del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre no tendréis
vida en vosotros. Y María, como verdadera
Madre, sueña con vernos crecidos en esa vida que es la única
que nos corresponde como hijos de Dios. Por eso el Fundador de la
Universidad de Navarra nos enseñó esa oración
para la comunión espiritual que había aprendido de pequeño:
Yo quisiera Señor recibiros
con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió
vuestra Santísima Madre, con el espíritu y fervor de
los santos.
Comulgar como la Virgen es nuestro deseo porque queremos
acoger al Señor al Señor que ya se acerca en este
tiempo de Adviento con lo mejor de nuestro corazón. Porque
deseamos alcanzar madurez sobrenatural, para que pueda Dios contar
con nosotros y extender su Reino de Gracia en el mundo, apoyarse en
nosotros, como se apoyó en María, para hacer eficaces
sus deseos salvadores. ¿Queremos tú y yo olvidarnos del
todo de "nuestras cosas", como la Virgen, para que sea Dios quien
se salga con la Suya en nosotros y por nosotros en los demás?
La vida de la Gracia es vida de Dios y por tanto de
amor, de entrega confiada. Pero es una vida llamada a ir tomando cuerpo
en los hombres, porque aún muchos no han descubierto su fuerza,
su belleza, su atractivo. Miramos a nuestro alrededor por sus obras los conoceréis y
contemplamos muchas, demasiadas, vidas sólo mundanas. Son personas
que poco o nada piensan en Dios, a juzgar por su conversación,
por su conducta. ¿Pensamos quizá que no es cosa nuestra?
Es una pena, sí. Aparte de contribuir a un ambiente sin Dios
o en el que no es el Señor motor y sentido de la vida, dan
mal ejemplo. Pero, ¿qué hacemos además de lamentarnos?
Porque sí es cosa nuestra. La vida de la Gracia de suyo se
desarrolla. El cristiano, si lo es, si procura serlo de verdad apoyado
en Dios, contagia; y esa vida suya de Dios pasa de unos a otros
como gérmenes salvíficos de amor, de generosidad, de
alegría.
Si es mucho lo por hacer, más abundante es
la Gracia y Omnipotente su Autor: ¡Dios no pierde batallas! ¡Qué
importa nuestra pequeñez, nuestra debilidad, la experiencia
confirmada de nuestros errores y pecados! Si
Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?
Y no dejamos de contemplar una y otra vez a nuestra
Madre Inmaculada. Quizá, como niños miedosos, por mucho
que nos lo expliquen seguimos teniendo miedo: ¿será realmente
posible vivir para Dios en medio de los afanes de este mundo?, ¿no
me quedaré solo en ese intento que parece tan alejado de lo
posible, de lo razonable? No dejemos de contemplar una y otra vez
a nuestra Madre Inmaculada, que declara optimista ante Isabel: ha
hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo;
su misericordia se derrama de generación en generación
sobre aquellos que le temen. Manifestó el poder de su brazo,
dispersó a los soberbios de corazón. Derribó
a los poderosos de su trono y ensalzó a los humildes. Colmó
de bienes a los hambrientos y a los ricos los despidió vacíos.
No queramos ser de esos ricos de cosas, o quizá
sólo de ilusiones de tejas abajo, a los que el Señor
no puede enriquecer: han empeñado ya su esperanza en los tesoros
de un mundo únicamente suyo. Tal vez se sientan seguros con
su propio poder, olvidándose de que todo lo humano decae, si
es sólo humano, si no es de Dios.
"Una
gran señal apareció en el Cielo
recuerda san Josemaría:
una mujer con corona de doce estrellas sobre su cabeza; vestida de
sol; la luna a sus pies". Para que tú y yo, y todos,
tengamos la certeza de que nada perfecciona tanto la personalidad
como la correspondencia a la gracia.
Procura imitar a la Virgen, y serás hombre o mujer
de una pieza.
He aquí la riqueza de la Gracia de Dios. Y
nos insiste: En cuerpo y alma
ha subido a los Cielos nuestra Madre. Repítele que, como hijos,
no queremos separarnos de Ella... ¡Te escuchará!
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