Día 4 XXVII Domingo del Tiempo Ordinario

        Mc 10, 2-16 Se acercaron entonces unos fariseos que le preguntaban, para tentarle, si le es lícito al marido repudiar a su mujer. Él les respondió:
        —¿Qué os mandó Moisés?
        —Moisés permitió darle escrito el libelo de repudio y despedirla -dijeron ellos.
        Pero Jesús les dijo:
        —Por la dureza de vuestro corazón os escribió este precepto. Pero en el principio de la creación los hizo hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.
        Una vez en la casa, sus discípulos volvieron a preguntarle sobre esto.
        Y les dijo:
        —Cualquiera que repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla; y si la mujer repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio.
        Le presentaban unos niños para que los tomara en sus brazos; pero los discípulos les reñían. Al verlo Jesús se enfadó y les dijo:
        —Dejad que los niños vengan conmigo, y no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el Reino de Dios. En verdad os digo: quien no reciba el Reino de Dios como un niño no entrará en él.
        Y abrazándolos, los bendecía imponiéndoles las manos.

Limpieza de corazón

Cómo digo que no a mi hijo adolescente

        San Marcos y la liturgia de la Iglesia en este domingo, ponen en relación –una a continuación de la otra– dos declaraciones del Señor que podrían parecer del todo independientes y, sin embargo, se corresponden a la perfección: el grave mal del divorcio, que no tiene lugar cuando las mujeres y los hombres mantienen esa conducta honrada de los niños que alaba Jesús. Más aún, advierte el Señor que para recibir como Dios quiere, no ya la específica tarea de esposos, sino en general lo que se refiere a nuestra salvación, es imprescindible esa actitud de los niños.

        El matrimonio, como otras relaciones interpersonales, está claramente fundamentado en la verdad. Resulta tan evidente, que de ordinario no necesitan los que van a contraer hacer declaraciones oficiales sobre la veracidad de sus promesas, de sus proyectos, de su amor. El matrimonio presupone de suyo la lealtad: una lealtad entre esposos; es decir, exclusiva y permanente. Los que van a contraer matrimonio saben que se sienten amados con amor esponsal y que ese amor será para siempre y sólo entre los dos. Si no fuera así, no sería un amor entre esposos, no sería un amor matrimonial. Por eso en las nupcias –cuando comienzan a estar casados– se comprometen formalmente para vivir de por vida un amor conyugal exclusivo.

        El matrimonio, pues, no es algo difícil de entender: es la unión esponsal indisoluble de una mujer y un hombre. ¡Cuántos malos entendidos se pueden dar, sin embargo, entre los casados! Ese amor intenso y con unos compromisos tan claramente definidos el día de la boda, con demasiada frecuencia se desdibuja en algunos matrimonios al pasar un tiempo. Bastaría, en efecto, la sencilla actitud de un niño para traer nuevamente al pensamiento y al corazón de los casados la franca realidad en la que están comprometidos.

        No es éste –desde luego– el momento de pormenorizar el contenido del vínculo matrimonial, ni su fuerza, ni la responsabilidad de mantenerlo que pesa sobre marido y mujer. Limitémonos, por tanto, a implorar la luz del cielo sobre todos los esposos, en especial sobre los esposos cristianos, para que comprendan con una renovada evidencia la permanente verdad de este sacramento grande, que así llama san Pablo al matrimonio. Que tengan la misma claridad que brilla en la mirada inocente de los niños, que les lleva a reconocer las cosas sencillamente como son. A reconocer que no se puede romper con el tiempo un compromiso que se fundó indisoluble, con el poder de Dios, y fue querido así –indisoluble– para siempre. A reconocer que siempre será malo y condenable faltar al compromiso de fidelidad exclusiva del amor, por tedioso que pueda resultar con el paso del tiempo, o por fuertes que sean otros atractivos que se presenten.

        Es dura, sin duda, la carga en el matrimonio cristiano, y casi todo el peso deben llevarlo los esposos. Han de desechar, sin embargo, el pensamiento de que es una tarea insoportable si se pretende vivir con la generosidad que quiere la Iglesia, también cuando se presentan circunstancias de una especial e imprevista dificultad. No olvidemos que Dios no pide a los hombres lo imposible. Los esposos tienen, para cada momento de su vida matrimonial, la luz y la fuerza para agradar a Dios. En sus vidas de casados –lo mismo que en la vida, sin considerar el matrimonio, de cualquier hombre y de cualquier mujer– habrá sin duda temporadas más difíciles, incluso con resultados menos perfectos de lo debido, quizá con objetivos sin cumplir. Pero ninguno debemos olvidar, que lo que Dios Nuestro Señor espera de sus hijos los hombres, no es tanto un resultado agradable a nuestros ojos, cuanto nuestro amor, manifestado en el deseo sincero –que quiere manifestarse en obras– de cumplir su voluntad.

        ¡Qué necesaria es para todos, y también para los esposos, la vida de infancia! El niño no se rinde jamás ante las dificultades. Casi se obstina en la trayectoria elegida, en el objetivo a conseguir. Pone en el empeño todas sus fuerzas, sin hacer cuentas de si son muchas o pocas, de si se va a cansar demasiado o si se agotará en el intento. Y, cuando ya no puede más, sin vergüenza, con toda sencillez, pide ayuda, de ordinario a sus padres, que lo van a comprender siempre porque lo quieren.

        El matrimonio es un sacramento, un sacramento grande, decíamos con el Apóstol. Hace falta la Gracia de Dios para vivir en ese estado de tan alta dignidad. Por eso, los esposos cristianos se sienten esperanzados, aún en medio de muchas dificultades, porque saben que cuentan con muchas más fuerzas que las propias. Tienen la Gracia Sacramental, sin la cual sería imposible vivir mujer y marido como Dios espera. Y como, siendo adultos, deben ser también niños en la presencia del Señor, se sienten muy seguros protegidos sin cesar por nuestra Madre Cielo.