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Día 28 XIII Domingo del Tiempo Ordinario |
Evangelio:
Mc 5, 21-43 Y tras cruzar de nuevo Jesús
en la barca hasta la orilla opuesta, se congregó una gran muchedumbre
a su alrededor mientras él estaba junto al mar. |
Nada es extraordinario para Dios |
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Aquella jornada una de tantas que pasó Jesús en Palestina fue, sin duda, memorable sobremanera para los protagonistas de los dos milagros que describe en esta ocasión san Marcos. Lo en gran medida extraordinario sorprende como es lógico. Tenemos muy claro el límite de lo natural, de lo razonable humanamente. Además, aquella mujer y la niña con su familia recibieron un regalo inmenso que, por así decir, revaloró de modo extraordinario sus vidas. Para Jesús en cambio nada sale de lo natural. En el ámbito divino no se da lo extraordinario. De hecho, más de una vez y con toda naturalidad, diríamos, se extraña de que no terminen de entender que lo suyo es la omnipotencia. "¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?", murmuran, por ejemplo, algunos escribas, cuando perdonó los pecados a un paralítico, puesto que el pecado, como es ofensa a Dios, que sólo puede perdonar el ofendido. Y, a continuación, cura de inmediato paralítico a la vista de todos, manifestando con un prodigio visible su poder como Dios y, por tanto, para perdonar los pecados. Otro tanto sucedió cuando los Discípulos, llenos de miedo por la tempestad en el lago, lo despiertan y con apenas su gesto calmó el viento: "¡Señor, sálvanos, que perecemos! Jesús les respondió: ¿Por qué os asustáis, hombres de poca fe?", les reprocha. Deberíamos suplicar humildemente el auxilio divino necesario para contemplar el mundo y nuestra vida cotidiana con todo realismo; sin olvidar, por tanto, que, junto a nuestras fuerzas y ante todo, tenemos en favor nuestro la fuerza amorosa de Dios. Más aún, debemos persuadirnos de que no es tan importante la propia capacidad, los logros personales o los méritos adquiridos. Todo lo nuestroa unque imprescindible, por grande que sea, por valioso que parezca, por mucho de sea el esfuerzo puesto en lograrlo, es en proporción insignificante frente a la Gracia de Dios. Es necesario el deseo de cada uno por agradar a Dios con lo cotidiano, y ese deseo también es válido, si tenemos muy claro el pobre límite de nuestro talento y que arrastramos no pocos defectos. Es Dios mismo quien quiere quien ha querido desde el principio nuestras santidad y nuestra felicidad ya en este mundo. Esa santidad y esa felicidad que es completamente imposible vale la pena insistir en ello por más que la queramos, con nuestra solas fuerzas y por muchas cualidades y medios que podamos tener. La humildad, que es el sencillo reconocimiento de la verdad sobre el hombre y, en particular, sobre el concreto individuo que somos cada uno, nos lleva, si lo pensamos con calma, a que nos hace falta Dios. "Sin mí no podéis hacer nada", aseguró Jesús con franqueza durante su Última Cena. Pero podemos ahora considerar también, que ese favor divino tan decisivo para la felicidad y plenitud de sentido de la humana existencia, no es en absoluto un escondido y arduo tesoro accesible a duras penas. Por el contrario, Dios quiere enriquecer a su criatura querida. De hecho, Jesús nunca negó su favor sobrenatural, bien consiente de hasta qué punto nos es necesario y siendo incapaz de negar el bien a quienes tanto ama. Los dos milagros del pasaje que hoy consideramos nos enseñan, por una parte que Dios es de suyo favor hacia los hombres: se diría que casi "sin querer" cura a la hemorroisa; por otra que está en la realidad concreta y práctica de lo cotidiano, incluso de las necesidades más meramente humanas y materiales: "y dijo que le dieran de comer", fueron sus palabras después de resucitar a la niña. ¿Dudamos a veces de que a Dios le importa mucho nuestra vida o de que hace siempre lo mejor? Santa María, Madre de Dios, Madre nuestra, ejemplo, estímulo y consuelo nos asiste pidámsselo confiadamente para ganar en fe y esperanza; para que nuestro amor a Dios sea de paz confiada y feliz. |
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