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Día 2 VIII Domingo del Tiempo Ordinario |
Evangelio:
Mt 6, 24-34
Nadie puede servir a dos señores, porque
o tendrá aversión al uno y amor al otro, o prestará
su adhesión al primero y menospreciará al segundo: no
podéis servir a Dios y a las riquezas. |
Confianza en Dios |
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Con los versículos de San Mateo que nos ofrece la Iglesia en este domingo, nos anima Jesús a fomentar la virtud de la esperanza cristiana. Dios Nuestro Señor nos quiere persuadir de que nadie profesa un amor mayor por nosotros que Él mismo: Dios, Creador de cuanto existe y Padre nuestro, ha querido amarnos a cada uno con un amor singular. En consecuencia, podemos andar tranquilos en la vida, por grandes que nos puedan parecer nuestros problemas. ¡Cómo debe ser de serena y apacible nuestra existencia! Posiblemente ante la admiración de muchos que, extrañados de nuestro tono habitualmente contento y optimista, no lleguen a entender que podamos vivir felices, con nuestras deficiencias y dificultades, patentes en ocasiones, como si fuéramos los más afortunados de la tierra. "¿Como si fuéramos los más afortunados ...?", piensan tal vez algunos con cierto desden, y nos tienen por ingenuos. Pero es la verdad. Y todo hombre, de modo particular todo cristiano, se puede sentir "el más afortunado del mundo". Basta, para ello, que reconsidere la realidad tan básica en la que se sostiene su condición de cristiano: ¡que somos hijos de Dios! Hijos
de Dios. Portadores de la única llama capaz de iluminar
los caminos terrenos de las almas, del único fulgor, en el que
nunca podrán darse oscuridades, penumbras ni sombras. Así se expresa san Josemaría, con ese optimismo envidiable que repartió por todo el mundo. "Hijos de Dios": convencidos de poseer, en nuestra filiación divina, la mayor riqueza imaginable. Pero no como quien tiene algo valioso, que será casi siempre, queramos o no, externo a quien lo posee. El hijo de Dios es grandioso, inmensamente afortunado, aunque no tenga nada. Tiene justos motivos para sentirse feliz, incluso en las peores condiciones humanas, porque él mismo, en su condición personal más íntima, ha sido constituido en hijo del Señor de cielos y tierra, destinado en la eternidad a una vida de indescriptible amor. Una vida que ya saborea, que ya pregusta en los días de este mundo, con sólo vivir ahora como hijo de Dios. Y esta experiencia es lo que le confirma cada día que es verdaderamente afortunado. Leemos
en Camino: Es preciso convencerse de que Dios
está junto a nosotros de continuo. Vivimos como si el Señor
estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos
que también está siempre a nuestro lado. ¿Hacemos cada uno esfuerzos para portarnos bien en la presencia de nuestro Padre Dios? Contamos, para ello, con su asistencia de Padre nuestro, que nos quiere más que una madre buena: "ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando". Porque podríamos verlo sí, poderoso e infinito, pero muy lejano, demasiado alejado para notar su eficacia. Y, sin embargo, Jesús nos insiste con ejemplos de la naturaleza que nos entran por los ojos: Dios se ocupa de nosotros y, si le dejamos, sentiremos el gozo de los hijos de Dios. Es el gozo de los santos, que se sienten felices, también en medio de la adversidad, porque Dios mismo los colma de alegría. San Josemaría lo veía con nítida claridad: Un consejo, que os he repetido machaconamente: estad alegres, siempre alegres. Que estén tristes los que no se consideren hijos de Dios. Porque las penas y dificultades, por grandes que parezcan, han de quedar siempre en un segundo plano. Lo verdaderamente consistente y primordial en la vida es nuestra filiación divina: que Dios nos valora y nos quiere más que a nada en este mundo. Lo nuestro será seguir el consejo de Jesús: Buscad, pues, primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura. Y buscar primero el Reino de Dios cuesta, bien lo sabemos, pero no es un obstáculo para la alegría ni para el buen humor. Dice San Josemaría: Me has preguntado si tengo cruz. Y te he respondido que sí, que nosotros siempre tenemos Cruz. Pero una Cruz gloriosa, sello divino, garantía de la autenticidad de ser hijos de Dios. Por eso, siempre caminamos felices con la Cruz. E insiste: Muchos se sienten desgraciados, precisamente por tener demasiado de todo. Los cristianos, si verdaderamente se conducen como hijos de Dios, pasarán incomodidad, calor, fatiga, frío... Pero no les faltará jamás la alegría, porque eso ¡todo! lo dispone o lo permite El, que es la fuente de la verdadera felicidad. Nuestra Madre del Cielo, Santa María, escucha de Isabel: bienaventurada porque has creído. Y nos queremos parecer a ella en la fe, para que nuestra condición de hijos de Dios sea la raíz inamovible de una felicidad sin límites. |
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