Día 30 Fiesta: San Andrés, apóstol

        Evangelio Mt 4, 18-22 Mientras caminaba junto al mar de Galilea vio a dos hermanos, Simón el llamado Pedro y Andrés su hermano, que echaban la red al mar, pues eran pescadores. Y les dijo:
         —Seguidme y os haré pescadores de hombres.
         Ellos, al momento, dejaron las redes y le siguieron. Pasando adelante, vio a otros dos hermanos, Santiago el de Zebedeo y Juan su hermano, que estaban en la barca con su padre Zebedeo remendando sus redes; y los llamó. Ellos, al momento, dejaron la barca y a su padre, y le siguieron.

El triunfo de obedecer

La infancia de Jesús
        «Oh buena cruz, que has sido glorificada por causa de los miembros del Señor, cruz por largo tiempo deseada, ardientemente amada, buscada sin descanso y ofrecida a mis ardientes deseos (...), devuélveme a mi Maestro, para que por ti me reciba el que por ti me redimió». Con estas palabras, según cuenta la tradición, finalizaba sus días en este mundo el apóstol San Andrés, cuya fiesta hoy celebramos. Era el colofón de una vida entregada a Jesucristo, desde el día en que escuchó su llamada imperiosa, exigente y, eso sí, para una vida cuya grandeza en modo alguno podría haber imaginado.

        Sin duda nos sorprende a los hombres de nuestro tiempo, tan amantes de la independencia y la autonomía personales, este modo, que podría parecer autoritario en exceso y hasta arbitrario, en el comportamiento de Jesús de Nazaret. A Santiago y Juan, sin más, los llamó y, dejándolo todo, le siguieron. Seguidme, dijo a Pedro y Andrés. En este caso les promete algo –os haré pescadores de hombres– que nos es difícil precisar hasta qué punto lo pudieron comprender aquellos pescadores de Galilea. Sabemos, sin embargo, que estaban, como suele suceder casi siempre con la gente normal, ocupados en sus cosas: con su quehacer concreto de aquel momento y, sin duda, con sus planes para el resto de la jornada, una vez concluido aquel trabajo que les ocupaba. Los que llegaron a ser Apóstoles de Jesucristo eran personas corrientes, posiblemente como cada uno de nosotros. Tan corrientes como la mayoría de las mujeres y de los hombres del mundo, que se dedican a sus cosas, sin imaginarse en absoluto que una tarea tan importante como la Redención se ha llevado a cabo, y es preciso que llegue a ser efectiva en cada persona, en buena medida, por la actividad de gentes corrientes, como tú y como yo.

        Andrés –por referirnos en concreto a uno de aquellos que llegó a ser de los primeros doce discípulos de Nuestro Señor, según el relato de san Mateo que nos ofrece hoy la Iglesia en el día fiesta– jamás había sospechado, mientras echaba la red con su hermano, que podrían llegar a pescar algo mucho más importante que los peces del lago. Seguramente tampoco imaginaba por entonces que su vida acabaría discurriendo, hasta físicamente, muy lejos de los afanes que parecían absorberle por completo un día y otro: aquella pesca de la que dependía su subsistencia y la de los suyos. Una tarea ciertamente trabajosa y no siempre grata, según se desprende de otros pasajes del Evangelio, como aquella ocasión en la que Jesús tuvo que escuchar, por boca de su hermano Simón: Maestro, hemos estado bregando durante toda la noche y no hemos pescado nada. Una vida, pues, absorbente, que reclamaba todo su interés y su esfuerzo y, sin embargo, muy pequeña frente a la que Jesús le iba a proponer.

        No se trataba, ante todo, según los planes divinos, de poner aún más empeño, más heroísmo en la actividad, que ya la vida no era de suyo descansada para los pescadores de Galilea, hacían cuanto podían. Mientras unos intentaban pescar, otros se preparaban para la próxima faena remendando las redes deterioradas de tanta brega. De lo que se trataba en adelante –esa era la diferencia– era de obedecer a Cristo. Y Jesús se presentó aquel día con la propuesta humanamente hablando menos oportuna que aquellos hombres podrían esperar. Pero no es necesario hacer un alarde de imaginación para captar lo que quiere mostrarnos el evangelista con su relato. El hecho escueto que se nos transmite –y es una enseñanza para los hombres todos los tiempos– es la prontitud en la respuesta de cuantos fueron llamados por Jesús mientras pasaba junto al lago. Cristo llama y le siguen. Se nos quiere mostrar que cualquier otro afán es menos importante. Que lo demás puede esperar. Que cumplir la voluntad de Dios no admite dilación y es preciso poner los medios: organizar las cosas como mejor convenga, para que su voluntad, en lo que depende de cada uno, se cumpla.

        ¿De verdad que pensamos –seriamente– que es decisivo salirnos con la nuestra? Sí es razonable, y hasta necesario, que tengamos humanos proyectos nobles. Nuestra naturaleza nos impulsa a la búsqueda del bien y cada uno concretamos esa tendencia buena de acuerdo con nuestra personalidad, con nuestras cualidades, aficiones o gustos; de acuerdo, y además con los deberes que por diversos motivos nos corresponden. Reconozcamos, sin embargo, que posiblemente ponemos una ilusión desproporcionada en algunos de nuestros afanes. Que ese proyecto, aquella otra ilusión, el plan que con tanto cuidado hemos previsto, no se merece hasta tal punto nuestro interés, pues parece, en ocasiones, como si casi nos fuera la vida en ello.

        ¿Sentimos ese mismo afán por cumplir la voluntad de Dios? ¿Nos preguntamos de cuando en cuando cómo agradar más al Señor en las circunstancias que configuran nuestra vida a cada paso? Esto sí que es decisivo: trabajar con la impresión cierta, indudable, de que Dios está pasando, como junto a aquellos pescadores de Galilea, y nos llama. No posiblemente, para que abandonemos la tarea que nos ocupa, pero sí para que nos preguntemos si procuramos agradarle positivamente con nuestro modo de hacer lo que nos ocupa. Y lo mismo en casa que en la calle, con los amigos que con los colegas, con la familia que con los desconocidos..., hasta durante el sueño, porque nuestro primer y último pensamiento de cada jornada deben ser para Dios. Así todo nuestro día puede llegar a ser una permanente ilusión por hacer lo que Dios quiere, para que su voluntad se cumpla en nuestras obras. De este modo, el salirnos con la nuestra se convierte, sin perder en absoluto la libertad, en un imperioso deseo de que la voluntad de Dios se cumpla en nosotros.

        La Madre de todos hombres –Esclava del Señor– no quiso otra cosa que cumplir con su vida la voluntad de Dios: hágase en mi según tu palabra, manifestó al arcángel con sencillez. Conducidos por su ejemplo y ayuda, experimentamos asimismo las delicias del triunfo de Dios en cada uno.