Día 18 XX Domingo del Tiempo Ordinario

        Evangelio: Lc 12, 49-53 »Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que ya arda? Tengo que ser bautizado con un bautismo, y ¡qué ansias tengo hasta que se lleve a cabo! ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, os digo, sino división. Pues desde ahora, habrá cinco en una casa divididos: tres contra dos y dos contra tres, se dividirán el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.

Fidelidad al Evangelio

Política sin Dios

        El Evangelio no es, desde luego, una en teoría correcta acerca del comportamiento humano, entre tantas otras, aceptables también, que son seguidas y propagadas con más o menos éxito. A esta conclusión se llega tras la consideración pausada de las palabras de Nuestro Señor que nos ofrece para hoy la Liturgia de la Iglesia. No se detiene Jesucristo, en el breve comentario que meditamos hoy, en concretarnos modos particulares de conducta o actitudes humanas que estarían o no de acuerdo con el querer divino para los hombres. Lo hace en muchas otras ocasiones, descendiendo a detalles bien concretos de lo que está bien y está mal en la conducta del hombre. Con las palabras que nos ha transmitido san Lucas y hoy recordamos, quiere el Señor que entendamos que su doctrina no es sólo de cierta importancia para la vida del mundo. Quiere que seamos muy conscientes de que su enseñanza es decisiva para los hombres. Lo que Jesucristo vino a anunciar tiene una importancia absoluta para la humanidad y reclama de los hombres –de muchos que no se esmeran por vivir según los criterios evangélicos– un cambio radical de planteamientos. Exige para muchos una transformación como la que opera el fuego cuando actúa: Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que ya arda? Porque, una vez escuchado el Evangelio, nada puede continuar igual.

        El cambio, en efecto, debe ser muy considerable. La persona que decide poner a Jesucristo en el centro de su vida, porque reconoce que hasta entonces estuvo viviendo para sí y no para Dios y descubre a la vez lo que eso supone, sufre una cierta conmoción interior, que notan asimismo los que le conocen. Es una saludable pero real conmoción que inunda de paz, seguridad y optimismo, aunque también conlleve una clara y decidida exigencia. Es, por una parte, afirmación inconmovible a Dios que garantiza el sentido del propio vivir; y, por otra, negación totalmente necesaria del yo, que se percibe como una tarea cotidiana y para siempre. La perspectiva, pues, de la propia existencia cambia por completo. Porque cuando se asume seriamente el Evangelio, en cierto sentido, cada uno deja de ser el protagonista de su vida. Mis intereses, entonces, ya no son los míos, sino los interés de Dios –su honra, su gloria, su alabanza– y los intereses de los demás, de quienes me siento responsable.

        La urgencia de nuestros intereses es relativa, dependiendo del parecer de cada uno. Pero cuando es el mismo Dios el origen de un interés no podemos, no debemos, los hombres considerar el asunto relativamente urgente. La expresión de Jesús resulta gráfica y aleccionadora: Tengo que ser bautizado con un bautismo, y ¡qué ansias tengo hasta que se lleve a cabo! Por eso es natural que nos saque Cristo de un cierto desengaño en el que, de modo inconsciente, podríamos vivir: pensar que la vida cristiana es –sí– muy interesante, admirable incluso, y útil además para la solución de los problemas del mundo..., pero no tan urgente e imprescindible como para que, sin tiempo que perder –¡ya!–, nos pongamos a ello de modo inmediato. Porque posiblemente nos consideramos cristianos pero todavía nos tomamos el cristianismo con excesiva "tranquilidad", tanto contemplando nuestra vida personal, como al fijarnos en nuestro ambiente y en otros ambientes más alejados: no sentimos esas ansias del Señor.

        De sobra sabemos que no es corriente vivir de fe en algunos ambientes. A diario comprobamos que una conducta coherente con la enseñanza de Jesucristo contrastaría de modo claro, hasta brusco, con modos y hábitos establecidos. Las palabras finales de Nuestro Señor que hoy consideramos parece que tienen hoy más actualidad que nunca. ¿Nos asusta esa división profetizaba por Jesucristo? Estar dispuesto a chocar con las pautas de conducta más al uso, puede presentarse como otra dificultad más, añadida a la de cambiar para conducirnos según los imperativos de Cristo.

        El apostolado, ese animar a otros a servir a Dios, haciéndoles descubrir el atractivo del Evangelio, acaba siendo no pocas veces origen de conflictos. El apóstol suele ser acusado de querer sacar a la gente de su ambiente, cuando en realidad intenta más bien llevar el ambiente de Dios al mundo: a todos los lugares y a todas las situaciones de los hombres. Cada uno de nosotros debemos aspirar a devolver al mundo en que nos movemos esa idea original de persona, que Cristo vino a reconstruir, paues se había perdido como consecuencia del pecado. Lamentablemente, en ese empeño por vivir y porque se viva el Evangelio, nos encontraremos con frecuencia la oposición de nuestros iguales, aunque sean también bastantes los que desean recuperar su dignidad de hijos de Dios. Siempre ha sucedido así, como vaticinaba el Señor: tres contra dos y dos contra tres; se dividirán el padre contra el hijo y el hijo contra el padre... La escalofriante actualidad de estas palabras no debe sino confirmarnos en nuestros deseos de fidelidad a Jesucristo, que con tiempo ha prevenido a todos sus fieles, para que no nos extrañamos sí parecen imponerse modos de vida que no pueden perdurar no siendo suyos.

        Nuestra Madre del Cielo acompaña cada día a sus hijos, y nos hace ver la importancia de seguir sin desaliento a Jesús, aunque alguna vez pensemos que pocos nos comprenden.