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Día 28 XVII Domingo del Tiempo Ordinario |
Evangelio:
Lc 11, 1-13 Estaba haciendo oración en cierto lugar. Y cuando
terminó, le dijo uno de sus discípulos: |
Dios nuestro Padre |
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¡Padre!
He aquí la gran palabra que nos ha dicho Dios de Sí mismo.
Cuando, cada vez con más insistencia, los hombres se preguntan
por el origen de todo; por el absoluto, por la razón última
de cuanto existe; por algo o alguien que justifique tanto cuanto no
podemos entender; los cristianos queremos recordarnos y proclamar al
mundo entero, que ese inmenso poder y esa inalcanzable sabiduría,
cuya necesidad intuimos más fácilmente que demostramos,
es un Padre: un Padre en todo momento amoroso, dispuesto a comprender,
a perdonar, a prestar su ayuda infalible en cada instante, aunque todos
los padres de este mundo perdieran su sentido y sensibilidad paterna. Es
grande la insistencia del Hijo de Dios –encarnado para nuestra salvación–
en recordar la divina paternidad que asiste al hombre. De continuo habla
Jesús de mi Padre, de igual naturaleza
y dignidad que Él; y de vuestro Padre celestial,
cuando se dirige al resto de los hombres. El paso adelante que supone
el Nuevo Testamento respecto del Antiguo, es sobre todo la filiación
divina –ahora somos ya hijos de Dios, dirá
san Juan– que nos ha ganado y revelado Jesucristo. El mismo Dios, que
se mostraba imponente ante el pueblo elegido durante generaciones y
generaciones, salvándolos, por ejemplo, de modo espectacular
de la esclavitud de Egipto; ese mismo Dios, sin mengua en su soberanía,
ha manifestado ser Padre de cada hombre. Cuando
Jesús habla de un padre –se deduce claramente de los ejemplos
bien expresivos que enumera a continuación del Padrenuestro–
se refiere a quien, ante todo, procura lo bueno, lo mejor para su hijo;
y Dios es un Padre ideal, acaba por concluir. Es un Padre, necesariamente
favorecedor, que enriquece al hijo en toda necesidad: si
vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas,
¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu
Santo a los que se lo pidan?
Por una parte –asegura el Señor–, Dios es mejor que los hombres:
si un padre de la tierra se cuida de su hijo, ¡qué no hará
nuestro Padre Dios!; por otra, su bondad y generosidad no tienen medida
y entrega el Espíritu Santo, que es Dios y nada hay mejor que
El, a quienes se lo piden. Así sucede también con los
buenos padres de la tierra, que desean para sus hijos lo que está
por encima de las ilusiones de estos, a veces pequeñas. Querrían
hacer por ellos mucho más de lo que piden, entregarles mejores
tesoros que los que tal vez reclaman con insistencia. Pongamos
nuestro corazón en Dios desinteresadamente, sin reclamar, casi
de continuo, favores, soluciones a problemas: ¡Señor, esto,
aquello, me preocupa con urgencia tal asunto...! Ya nos damos cuenta
de que no debemos convertir a Dios en un establecimiento universal y
gratuito de remedios. Sin embargo, somos niños, y no importa
demasiado que actuemos con nuestro Dios de ese modo espontáneo
e infantil: ¿Que en el hacimiento de gracias después
de la Comunión lo primero que acude a tus labios, sin poderlo
remediar, es la petición...: Jesús, dame esto: Jesús,
esa alma: Jesús, aquella empresa? Luego
recapacitamos, reconociendo que es Él quién debe recibir
todo de nosotros, mientras esperamos confiadamente su protección
y su cariño. Le damos gracias porque nos ha constituido –por
encima de los otros seres que contemplamos– en personas, a su imagen
y semejanza, con un destino eterno en la intimidad de su Amor. Posiblemente,
iluminados por su Gracia, querremos recrearnos agradecidos en la contemplación
de esta dádiva divina, como quien paladea el más exquisito
y gratuito manjar. Sentiremos, entonces, el deseo imperioso de corresponder
a su Amor, de no defraudar el divino cariño que, como Buen Padre,
depositó en nuestras personas. En su bondad y misericordia, Dios ha querido que también tengamos una Madre en el Cielo. Así como en ocasiones nos puede resultar más fácil el trato con nuestra madre de la tierra, es posible que algo semejante nos suceda en el orden sobrenatural. De ese modo ha querido que sean las cosas nuestro Padre Dios. En todo caso, nadie como María nos enseñará a tratar filialmente a Dios, de quien Ella es Madre, Hija y Esposa. |
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