Día 14 XV Domingo del Tiempo Ordinario

        Evangelio: Lc 10, 25-37 Entonces un doctor de la Ley se levantó y dijo para tentarle:
        —Maestro, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?
        Él le contestó:
        —¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees tú?
        Y éste le respondió:
        —Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo.
        Y le dijo:
        —Has respondido bien: haz esto y vivirás.
        Pero él, queriendo justificarse, le dijo a Jesús:
        —¿Y quién es mi prójimo?
         Entonces Jesús, tomando la palabra, dijo:
        —Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos salteadores que, después de haberle despojado, le cubrieron de heridas y se marcharon, dejándolo medio muerto. Bajaba casualmente por el mismo camino un sacerdote y, al verlo, pasó de largo. Igualmente, un levita llegó cerca de aquel lugar y, al verlo, también pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje se llegó hasta él y, al verlo, se llenó de compasión. Se acercó y le vendó las heridas echando en ellas aceite y vino. Lo montó en su propia cabalgadura, lo condujo a la posada y él mismo lo cuidó. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: "Cuida de él, y lo que gastes de más te lo daré a mi vuelta". ¿Cuál de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los salteadores?
        Él le dijo:
        —El que tuvo misericordia con él.
        —Pues anda –le dijo Jesús–, y haz tú lo mismo.

Un amor humano a lo divino

¡Vueltos hacia el Señor!
Klaus Gamber

        Aprendamos de Jesús en este domingo –tomando ocasión del fragmento de san Lucas que nos ofrece para hoy la Liturgia de la Iglesia– a realizar el bien a pesar de todo... En algunas ocasiones nos veremos, como aquel día Jesús ante la pregunta malintencionada del doctor de la ley, pero nosotros posiblemente sentiremos el impulso de corresponder con otra ofensa al mal trato recibido. ¿Acaso no estaríamos en nuestro derecho?, podríamos pensar. Sin embargo, el "ojo por ojo y diente por diente" pertenece ya al pasado, y poco tiene que ver con la caridad cristiana. Jesús, que únicamente vino al mundo para nuestro bien, tuvo que ayudarnos a pesar de la hostilidad humana. Su divino amor por nosotros le llevó a no considerar si en realidad teníamos derecho o no al tesoro de su Amor.

        Esa es la actitud constante de Cristo. En ningún momento hay en Él manifestación alguna de revancha, de venganza... Jesús no sabe de "ajustes de cuentas" o de hacer escarmentar... Ni siquiera es más remiso en su entrega en favor de la gente, por la ingratitud o, incluso, la mala interpretación de sus hechos y palabras por parte de algunos de los favorecidos. Nuestro Señor no se plantea sino ayudarnos a toda costa, en aquello que es nuestro mayor bien: la Salvación. Nada de este mundo le hace desistir de ese empeño generoso y desinteresado. El suyo es un amor que no tiene precio, por cuanto gratuitamente otorga, al hombre que le reconoce como Dios, aquello en lo que consiste la máxima felicidad y plenitud, que –siendo Dios– únicamente Él puede otorgar.

        A continuación de la respuesta sencilla del Señor ante la malintencionada pregunta –dando por otra parte al impertinente doctor de ley ocasión de lucimiento–, Jesús ejemplifica con una parábola cómo debe ser de generosa y desinteresada la caridad. En todo momento resplandece en el buen samaritano el olvido de sí mismo. Cada gesto de su conducta, con ocasión de la desgracia de su prójimo, es buscando el mayor bien para quien cayó en manos de los salteadores. ¿Alguna obligación en justicia le forzaba a gastar su tiempo y su dinero en un desconocido? Ningún precepto legal –que sepamos– movió su generosidad. Nos quiere enseñar Jesús que, sólo contemplar la necesidad de otro, es motivo, más que suficiente, para olvidar las propias cosas particulares: lo suficiente, al menos, para remediar esa desgracia humana.

        Si somos francos, aceptamos fácilmente que la actitud de ese samaritano es admirable. Sin duda, viajaba por asuntos personales de cierta importancia. De hecho, detiene su viaje, lo necesario para remediar esmeradamente el problema, pero continúa su marcha. No se trata, de ordinario, en la caridad de desentenderse de modo absoluto de las propias cosas. Sin embargo, el bien del prójimo reclama una verdadera responsabilidad. Cuida de él –dice al posadero–, y lo que gastes de más te lo daré a mi vuelta. Porque la caridad bien vivida –en nuestra humana condición es muy importante tenerlo presente– supondrá siempre alguna "pérdida" para quien la ejercita. Amar siempre costará, aunque el impulso de quien ama parezca quitarle importancia al gasto, al esfuerzo, al tiempo empleado, al cansancio, a la contrariedad... Luego, se siente sin duda la humana satisfacción del deber cumplido. Pero, en todo caso, no se ayuda por nada personal. Como veíamos, es el bien del prójimo lo que impulsa al desprendimiento en cada caso.

        Con esas renuncias a lo propio se agrada a Dios. Cuanto hicisteis con uno de estos, conmigo lo hicisteis, declaró Jesús, para que entendiéramos el valor de la caridad, y hasta qué punto está Él presente en quienes nos rodean, por desconocidos que nos resulten. También en quienes nos han tratado mal: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan –nos pide el Señor–, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos. En todo momento podemos descubrir una oportunidad de amar a Dios en nuestros prójimos. Posiblemente, cuando más nos cuesta, es más heroico y puro el amor que manifestamos a Dios. Tal vez, entonces, se asemeja más al Suyo por nosotros, y somos así, en efecto –asemejándonos a Cristo–, mejores hijos de nuestro Padre del Cielo.

        La lealtad a Dios de nuestra Madre, repetidamente probada en momentos difíciles –duros– de fidelidad, será siempre un luminoso ejemplo y un estímulo para sus hijos.