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Dìa 26 San Josemaría Escrivá de Balaguer |
Evangelio:
Lc 5, 1-11 Estaba
Jesús junto al lago de Genesaret y la multitud se agolpaba
a su alrededor para oír la palabra de Dios. Y vio dos barcas
que estaban a la orilla del lago; los pescadores habían bajado
de ellas y estaban lavando las redes. Entonces, subiendo a una de
las barcas, que era de Simón, le rogó que la apartase
un poco de tierra. Y, sentado, enseñaba a la multitud desde
la barca. |
La
vocación de apóstol
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Nos
ofrece la liturgia de la Iglesia, en la conmemoración de san
Josemaría Escrivá, el relato evangélico de la
pesca milagrosa narrada por san Lucas. Pedro, al contemplar el prodigio,
salió de su barca convertido en pescador de almas para el Reino
de los Cielos. Como recuerda san Josemaría el Señor
escogió en su quehacer ordinario a los que serían luego
propagadores del Evangelio: Lo
que a ti te maravilla a mí me parece razonable. —¿Que
te ha ido a buscar Dios en el ejercicio de tu profesión? La multitud se agolpaba –nos dice san Lucas– en torno a Jesús. No nos extraña ese agolparse, pues estamos habituados a contemplar el mismo fenómeno con personas conocidas por su atractivo humano. Jesús atraía indudablemente por su figura, por sus palabras, por su simpatía, por su bondad, por todas sus cualidades, notorias ante el pueblo. Sin embargo, Nuestro Señor, más que el Hijo de Dios encarnado, para aquella gente, como para algunos en este tiempo nuestro, era sobre todo un gran personaje. Todos habían oído de sus prodigios y bastantes le habían escuchado con asombro: nunca nadie habló así... ¿de dónde le viene esta doctrina?, se decían. Pero no calaban, sin embargo, en su divinidad. Bastantes de los que estaban con Jesús junto al lago serían, a lo más, curiosos; o, en todo caso, gente sencilla asombrada de la autoridad y fuerza de sus palabras, siendo tan sólo –así lo creían– el hijo del carpintero. Otros, en cambio, más profundos, comprendieron pronto que, con su enseñanza, Jesús de Nazaret quería acercarlos a Dios. Aunque no pudieran captar, como sólo Pedro comprendió más adelante por efecto de la Gracia, que siendo hombre era también el Hijo de Dios según la naturaleza. Sí entendían, sin embargo, el anuncio admirable que les hacía de una vida para Dios y con Dios. No podía ser ya que se quedaran sólo en sus horizontes de "hoy para mañana", que se conformaran con ir tirando a base de organizarse lo mejor posible en sus afanes terrenos para vivir lo más cómodamente posible. Nuestras vidas, con las inquietudes de cada día, por corrientes que sean, son algo muy grande. Demasiado grandes para comprenderlo bien nosotros solos, pues son valiosas para Dios. No está la grandeza de cada uno en nuestras impresiones, en lo que valoro las diversas circunstancias de mi vida, ni necesariamente mi existencia tiene interés porque voy logrando los objetivos que me propuse. La nuestra es una vida ante Dios, de hijos ante su Padre, de criaturas ante su Creador, que nos concede el tiempo y los medios, y todo su amor de Padre para corresponderle con alegría. Es precisamente de esa correspondencia libre –responsabilidad de cada uno– de lo que depende en último extremo el valor de cada vida. Se acabó, con su venida, la época en que el hombre perfecto era el estricto cumplidor de la ley, el que lograba, aplicando todo su empeño, ajustarse con exactitud a una norma escrita, como si se tratara de autoafirmar la propia excelencia con ocasión del cumplimiento impecable del deber. ¡Cuántas veces la preocupación por cumplir había sido ocasión de orgullo! Recordemos a este respecto al fariseo de la parábola que, como cumple completamente lo mandado, se siente superior y desprecia a los demás. ¡Qué diferente es la reacción de Pedro perplejo por la pesca milagrosa! Se reconoce inmediatamente pecador, indigno de que Jesús esté en su propia barca. La bondad de Jesús tan generosamente ofrecida –poco antes hablando a la gente congregada junto al lago, ahora remediando la infecundidad de una noche entera de trabajo–, hacen resaltar, por contraste, la pequeñez y el pecado de cualquier vida corriente. Pero este reconocimiento franco de la propia condición no permite Jesús que concluya en tristeza: No temas; desde ahora serán hombres los que has de pescar, le garantiza. Y así fue. La vida de Pedro y la de los otros que aquel día le acompañaban cambió de dimensión. Ciertamente el interés de los Apóstoles de Jesús, como el de todos los cristianos conscientes de lo que significa ser discípulo de Cristo, se dirige a hacer partícipes a los demás de la alegría de ser hijos de Dios. Cada amigo, cada compañero o conocido, cada persona que por un cristiano se dirige a Dios llamándole Padre, es uno de esos peces. De esos peces llamados a sentir la felicidad y la fortaleza de saberse queridos por el Señor del mundo y de la historia. Así de afortunados serían los peces humanos de los que Jesús hablaba a Pedro. Mientras éste, seguramente temblando, pensaba qué iba a hacer con tanto pescado aquella mañana: así somos los hombres. La vida del cristiano que se sabe apóstol es siempre eso: cualquier acción que emprende comienza en Dios y termina en Él. Hasta lo que parece más intrascendente de nuestra jornada, viene a ser echar la red en nombre de Jesús. El cristiano, a impulsos de la fe y la esperanza, siempre camina con entusiasmo porque, por Dios, se ocupa en todo momento de la tarea más fascinante que podemos pensar. Que
tu vida no sea una vida estéril. Sé útil.
Deja poso. Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu
amor. Contamos con la ayuda continua de la Madre de Jesús, que es también la Reina de los Apóstoles. Y nos encomendamos también a la intercesión de san Josemaría, para que, siguiendo su ejemplo, sintamos la urgencia de la extensión del Reino de Jesucristo. |
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