Día 23 Fiesta: Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote

        Evangelio: Lc 22, 14-20: Cuando llegó la hora, se puso a la mesa y los Apóstoles con él. Y les dijo: Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer, porque os digo que no la volveré a comer hasta que tenga su cumplimiento en el Reino de Dios. Y tomando el cáliz, dio gracias y dijo: Tomadlo y distribuidlo entre vosotros; pues os digo que a partir de ahora no beberé del fruto de la vid hasta que venga el Reino de Dios. Y tomando pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: Esto es mi cuerpo, que es entregado por vosotros. Haced esto en memoria mía. Y del mismo modo el cáliz después de haber cenado, diciendo: Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros.

El Amor de Jesús

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Francisco Varo

        Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros. Aquella cena pascual no era una más. Posiblemente quienes se ocuparon de preparar lo necesario para aquella cena lo harían con un especial esmero, el propio de esas circunstancias festivas, considerando además la presencia del Maestro, pero en modo alguno podían imaginar los sentimientos del corazón de Jesús y lo que significaba y supondría aquella cena pascual. Ardientemente, dice Jesús. Y parece querer expresar un deseo desmedido y por largo tiempo esperado. De hecho, para eso, para lo que iba a tener lugar en aquel atardecer había venido al mundo.

        En este texto de san Lucas que hoy consideramos, en la Fiesta de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, está todo. Aquí se contiene nuestra grandeza, lo que solemos llamar dignidad humana, que es en Dios y por divina voluntad. Y no es la de Jesús una mera ilusión divina, incierta o más o menos difícil de garantizar; algo deseable, bueno sin duda, pero que no se llega a querer con todas las fuerzas. Jesús esperaba aquella cena con un deseo divino apasionado; ardiente e impaciente, podríamos decir.

        El cuerpo y la sangre del Señor son entregados por nosotros: siguiendo la literalidad de este pasaje del Evangelio de san Lucas, "por vosotros": los apóstoles que escuchaban a Jesús en aquel momento. Aunque otras veces y en los otros Evangelios quede claro el destino universal de la Salvación. Por consiguiente, por voluntad de Dios –vale la pena insistir en ello–, Jesucristo se entrega por los hombres: tal es el valor que tenemos ante los ojos de Dios. Se paga por los hombres el mayor precio posible. Y no es menos significativo que sea Dios, sabiduría infinita, quien paga ese precio. Por poderosas que parezcan las razones que nos llevan a ensalzar nuestra categoría humana, por encima de todo lo demás que contemplamos, no dejarán de ser argumentos nuestros y valoraciones "de tejas abajo". La categoría y dignidad del hombre la ha valorado Dios, que nos ha hecho hijos suyos por Jesucristo.

        No termina, sin embargo, el amor de Dios por los hombres en lo mencionado, y no sólo porque lo será siempre torpemente, por la incapacidad de nuestras palabras para hablar de los dones de Dios. Es que nuestro Dios quiso conceder a los hombres un amor a la medida del suyo, configurando a algunos de los nuestros consigo mismo, que son otros Cristos, para hacer perpetuo, siempre actual, su sacrificio de la Cruz. Haced esto en memoria mía, les dijo. Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, lo es el sacerdote del Nuevo Testamento, que celebra cotidianamente, renovando sobre el altar el mismo Sacrificio de la Cruz. En la Santa Misa, por las manos de sacerdote, se entrega cada día el Cuerpo y se derrama la Sangre de Cristo por la salvación del mundo. ¿Valoramos tú y yo la Misa? ¿Valoramos al sacerdote, sea quien sea?

        Dios Espíritu Santo, el abogado que el Padre nos enviaría en nombre de Jesús, nos santifique para que entendamos un poco más y vivamos mucho mejor, cada uno a nuestro modo, el inapreciable don del sacerdocio. No somos seres de un demiurgo incognoscible e inalcanzable, o desprendidos de un ser absoluto que sin más nos domina. Nuestro Padre Dios nos hizo sacerdotes, para que le adoráramos con un culto digno de su grandeza; para que le demos gracias que acoge complacido en su inmensidad y trascendencia; para que, arrepentidos, le pidamos perdón de nuestras infidelidades y nos perdone; para que le supliquemos su favor y benignamente como a hijos nos atienda. ¿Es nuestra vida una Misa permanente? ¿Lo son, de hecho, cada una de nuestras jornadas? En esto podría consistir, debería consistir, cada día. Una serie de actividades que de algún modo giran en torno a la celebración eucarística: como preparación, como acción de gracias. No perderían en absoluto el atractivo humano propio en cada caso. Muy al contrario, nuestros quehaceres se verían realzados por la belleza sobrenatural de ser realizados ante Dios y por su amor, una belleza mucho más hermosa y atractiva que cualquiera humana. Posiblemente a algunos de nuestros contemporáneos, que se dicen cristianos, leales Papa, y a nosotros mismos, nos falta fe. Tal vez por esto la sociedad no descubre a menudo interés en vivir según Dios. De hecho, los ideales de bastantes pueblos, con mayoría cristiana, se ven condicionados con frecuencia por normas y costumbres que no pocas veces ofenden a Dios.

        Todavía bajo el efluvio del Espíritu Santo, cuya solemnidad acabamos de celebrar, nos encomendamos al Paráclito para que inspire en la vida de todos fervientes deseos de santidad, de una vida llena de Dios y, por consiguiente, sacerdotal. Con unas jornadas orientadas, por la Santa Misa como centro, a Dios Padre, como otros Cristos ofrecidos por la salvación de nuestros conciudadanos, con ocasión de los quehaceres de cada uno.

        Nadie como Santa María, la madre del Sumo y Eterno Sacerdote, nos puede inspirar sentimientos eficaces a la manera de los de su divino Hijo. ¡Qué más quiere ella que hacernos santamente felices!