Día 3 Santos Felipe y Santiago, apóstoles

        Evangelio: Jn 14, 6-14 —Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida –le respondió Jesús–; nadie va al Padre si no es a través de mí. Si me habéis conocido a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora le conocéis y le habéis visto.
         Felipe le dijo:
         —Señor, muéstranos al Padre y nos basta.
         —Felipe –le contestó Jesús–, ¿tanto tiempo como llevo con vosotros y no me has conocido? El que me ha visto a mí ha visto al Padre; ¿cómo dices tú: "Muéstranos al Padre"? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras que yo os digo no las hablo por mí mismo. El Padre, que está en mí, realiza sus obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí; y si no, creed por las obras mismas. En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y las hará mayores que éstas porque yo voy al Padre. Y lo que pidáis en mi nombre eso haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré.

Conocer a Jesús
Aquella joven de blanco

        La festividad de los santos apóstoles Felipe y Santiago que hoy celebramos, nos brinda la oportunidad de meditar en oración acerca de nuestro conocimiento de Jesucristo. Felipe, ¿tanto tiempo como llevo con vosotros y no me has conocido?, le reprochó el Señor. No pretenderemos nosotros, sin embargo, lograr una clara comprensión del misterio del Hijo de Dios encarnado a partir de estas consideraciones, siendo imposible para la inteligencia humana la visión acabada de su realidad divina y humana. Invocamos, en cambio, a Dios con humildad para que nos conceda un aumento de la fe: que creamos muy firmemente, para que ese convencimiento se manifieste en vida cristiana a la medida de Jesucristo. La verdad de Jesús de Nazaret: Verbo eterno del Padre y hombre perfecto, al tomar carne de María Santísima, es el ideal para toda persona humana, hombre o mujer.

        En Jesucristo, pues, hay dos naturalezas, divina y humana; siendo una única persona: la Segunda de la Santísima Trinidad. Es posible, entonces, que, en ocasiones, se hable con una cierta ligereza de Jesús. Manifestando, eso sí, su condición de persona extraordinaria, pero sin dejar claro que en verdad es el mismo Dios, connatural con el Espíritu Santo y con el Padre. No pocas veces, por un afán mal entendido de presentar a un Jesucristo accesible y próximo a los hombres, se llega a tratar al Hijo de Dios encarnado con irreverente familiaridad. Nos lo muestran en ocasiones, en la literatura y la iconografía, de modo que es difícil pensar que se trata de nuestro Creador, y el Señor de cuanto existe. No es extraño, por consiguiente, que su presencia real en los sagrarios carezca, en la práctica, de interés para algunos que transitan por las iglesias y no se detienen –no le dan importancia– a hacer una genuflexión –reconocimiento expreso de su divinidad–, según mandan las rúbricas litúrgicas, al pasar ante el tabernáculo.

        El mismo Jesús desea que le tratemos con la mayor confianza. De mil modos, durante su vida pública, invita y facilita a los que le rodean, no ya a que le sigan, a que le escuchen y aprendan de Él; Él mismo se hace el encontradizo, buscando a cada uno, manifestando a las claras su deseo de darse porque nos quiere, y el bien nuestro consiste en su posesión. El bien: el mejor bien que es posible pensar, sólo lo encontramos en Jesucristo, porque es Dios para el hombre. Cuando somos conscientes de su majestad y grandeza, de su amor por los hombres, por nuestra felicidad, crece en cada uno el afán por conocerle mejor y por amarle. Nos sentimos grandes por haber recibido la gracia del Evangelio: anuncio de Dios al hombre y de su Amor sin límites. La reverencia en el trato y el interés efectivo por agradarle con la propia vida, surge como consecuencia de la fe en su divinidad. Así, pues, la buena oración es adoración reverente, confianza y amorosa.

        ¿Con qué detenimiento –manifestación de verdadero interés– nos fijamos en Jesús? No nos suceda que –cansados enseguida– apartemos pronto la mirada y decaiga nuestro interés, por haber contemplado demasiado rápidamente su excelsa figura. Tratemos de insistir, aunque nos sobrevenga al principio una cierta impresión árida por falta de hábito en la meditación. En todo caso, Dios mismo contempla el intento nuestro por conocerle y, como buen Padre, ayuda "enternecido" con su luz al hijo pequeño –tú y yo– que, a duras penas, logra progresar un poco más en su conocimiento. La lectura repetida de los pasajes evangélicos, meditados con más y más interés, ayuda a sentirse como un personaje más, acompañando a nuestro Dios mientras pasa por el mundo y nos da lecciones con su palabra y su sola presencia.

        Otras veces hemos considerado el afán apostólico, ese deseo de difundir la doctrina de Cristo propio de todo cristiano. Pero el deseo de dar a conocer las grandezas de Dios, no es la consecuencia de un precepto arbitrariamente impuesto que se acoja como por obligación. Más bien se trata de un afán impaciente, efecto de la Gracia de Dios y del entusiasmo humano al descubrir la maravilla de Jesucristo. Los Apóstoles, revestidos con la Gracia, declaran orgullosos, a pesar de las amenazas, ante los jefes del pueblo judío: nosotros no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído. El apostolado, en efecto, es la consecuencia natural de haber conocido al Señor.

        Así ha sucedido siempre en la vida de los cristianos, y así nos ha llegado a nosotros el tesoro de la Redención: a través de otros cristianos entusiasmados. Tal vez, tan entusiasmados con Cristo, que quisieron poner su vida totalmente al servicio de la extensión de su Reino. Luego, cada uno, según el don recibido de Dios, hemos respondido también a la medida de nuestra generosidad. En todo caso, bien consientes de que no es indiferente el comportamiento humano, porque el mismo Dios se ha hecho hombre para mostrarnos humanamente su amor y que, como hombres, tengamos también ocasión permanente de amarle.

        Santa María, Madre nuestra, por la bondad de Dios nos recuerda de continuo, si nos acogemos a su cariño, que su Hijo Jesús es nuestro Hermano mayor, el Hijo del Eterno Padre.