Día 21 IV Domingo de Pascua

 

 

        Evangelio: Jn 10, 27-30 Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y me siguen. Yo les doy vida eterna; no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las dio, es mayor que todos; y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno.

Libertad pero no indiferencia

El gran divorcio: un sueño

        Celebra hoy la Iglesia la Jornada Mundial de oración por las vocaciones. Vocación significa llamada y, cuando en el seno de la Iglesia nos referimos a la vocación, queremos expresar concretamente la llamada que Dios hace a cada hombre. Nuestro Creador nos llama y, en este sentido, todos los hombres tenemos vocación, puesto que debemos ser santos por especial designio de Dios. Dios llama al hombre de un modo singular, puesto que escuchamos su voz en el acontecer diario, al descubrir ciertos modos de actuación más conformes con su querer.

        Partimos en nuestra conducta moral de la realidad innegable de nosotros mismos. Tenemos una determinada configuración personal y colectiva, que no hemos decidido, y se nos presenta como una tarea a llevar a cabo, en un mundo que tampoco es obra nuestra, que tampoco hemos decidido. Sobre estas evidencias, la fe nos muestra a un Dios, Padre de los hombres, que nos ama y espera nuestro amor. El hombre es el único ser de este mundo creado para participar de la intimidad divina. Como afirma el Concilio Vaticano II en la Constitución "Gaudium et Spes", el hombre es la única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo: he aquí la verdadera razón de la dignidad humana. Corresponder al amor de Dios con el nuestro es la santidad, la vocación a la que Dios nos llama.se

        Podría también pensarse en el deber de ser santos como si fuera una tarea onerosa, arbitrariamente impuesta. Esta peculiar visión de la existencia la tienen los mismos que sólo ven aspectos negativos en lo que no les complace de su vida. Enseguida hablan de sufrimiento y de una vida indigna si no pueden eludir lo que les disgusta; cuando, más bien, esas circunstancias –que cuestan, desde luego– son ocasiones únicas de reconocer a Dios, de adorar su inmenso misterio incomprensible por esencia, y de confiar en su amor infinito. Son las oportunidades que nos ofrece para que podamos mostrarle un amor sin condiciones, y manifestación asimismo de su absoluta grandeza.

        Los pocos versículos del Evangelio de san Juan que hoy nos ofrece la Iglesia en la Liturgia de la Palabra, expresan muy claramente el sentido vocacional de la vida del cristiano. Una vida con un destino, determinado por Quien nos ha creado para llamarnos a la santidad. No es entonces nuestra existencia algo indiferentemente abierto a la iniciativa de cada uno, como si poco importara la orientación que se le dé con tal de que sea manifestación de la propia libertad. Jesucristo indica, con las palabras que hoy consideramos, lo que espera de los hombres, en concreto de los hombres que quieren vivir de acuerdo con el plan creador de Dios: mis ovejas (...) me siguen, nos dice.

        A los "suyos" les aguarda la vida eterna. Se trata de una vida que no le corresponde propiamenta a la criatura. Pero el Señor, a los que Él ha llamado y le siguen, les da la vida eterna; es decir, les hace participar de su misma vida. Seguirle –claro está– requiere primero oir su voz: mis ovejas escuchan mi voz. Es un buen momento hoy para preguntarnos sinceramente: ¿Escucho a Dios? ¿Me interesa lo que me dice y lo que ha dicho ya para todos? ¿Busco con interés sus huellas para seguirlas: sus modos de ser para imitarlos? ¿Considero mi vida, ante todo, como una ocasión de seguir a Cristo hasta llegar con Él –por Él– a la vida eterna?

        No se nos escapa que será duro seguir a Cristo. Él mismo lo advirtió: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame; pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará. No nos saca el Señor del misterio. Nos promete su vida que es eterna, y perfección de toda perfección; una delicia mayor de lo que podemos soñar, pero por el camino de la renuncia –como Él– a todo lo personal. Nos pide renunciar a nosotros mismos por Él. Nos pide fe, confianza, y nos anuncia dolor.

        El Señor llama, indica, sugiere, pide. No es la llamada de Dios algo excepcional ni que sólo escuchan algunos. En cada momento, todos tenemos una oportunidad de escucharle, de contemplarle esperando nuestra respuesta. Nos llama con ocasión de las mil incidencias de la jornada, aguardando de cada uno el comportamiento que, en esas circunstancias, es más agradable a sus ojos. Pasando revista a nuestro día descubriremos algunos detalles en que mejorar, porque así le amamos más: momentos en los que nos habla como al oído, pero claramente, momentos vocacionales de santidad. Deseamos, Señor, escucharte, atenderte, a pesar de la algarabía interior en la que vivimos tan a menudo.

        Tal vez con frecuencia relacionamos "vocación" con esa peculiar inquietud que sienten algunos, y que a veces les lleva a dejar todas las cosas, como los discípulos de Jesús, para dedicarse con mayor libertad a la extensión del Reino de Dios. Es un buen momento hoy para elevar nuestra oración suplicante a Dios, pidiendo que suscite entre sus hijas e hijos las vocaciones necesarias para que su Reino crezca más y más cada día, en el número de sus fieles y en el amor que le tenemos. Nos lo dice el mismo Jesús: La mies es mucha pero los obreros son pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies que envíe obreros a su mies.

        Nadie como Santa María ha respondido a la llamada de Dios en cada instante. Su deseo: Hágase en mí según tu palabra, manifiesta un querer, siempre eficaz, de responder con santidad a su vocación. Hagamos nuestras sus palabras de modo que lleguen a ser como una canción de fondo en la vida, en cada jornada. Pidámosle, ya que es la Reina de los Apóstoles, que nos haga apóstoles: apóstoles de apóstoles.