Día 30 Sábado Santo

        Mt 27, 57-66 Al atardecer vino un hombre rico de Arimatea, llamado José, que también se había hecho discípulo de Jesús. Éste se presentó a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Pilato, entonces, ordenó que se lo entregaran. Y José tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia y lo puso en su sepulcro, que era nuevo y que había mandado excavar en la roca. Hizo rodar una gran piedra a la puerta del sepulcro y se marchó. Estaban allí María Magdalena y la otra María sentadas frente al sepulcro.
         Al día siguiente de la Parasceve se reunieron los príncipes de los sacerdotes y los fariseos ante Pilato y le dijeron:
         —Señor, nos hemos acordado de que ese impostor dijo en vida: "Al tercer día resucitaré". Manda, por eso, custodiar el sepulcro hasta el tercer día, no vaya a ser que vengan sus discípulos, lo roben y digan al pueblo: "Ha resucitado de entre los muertos", y sea la última impostura peor que la primera.
         Pilato les respondió:
         —Ahí tenéis la guardia; id a custodiarlo como os parezca bien.
         Ellos se fueron a asegurar el sepulcro sellando la piedra y poniendo la guardia.

Optimismo en el dolor de amor

Cartas a Dios

        Mientras sucedían estas cosas Jesús permanece muerto en el sepulcro. Es el momento de mayor desolación de los Apóstoles, que no terminarían de creer que su Maestro había muerto. Aunque no tenemos noticias de dónde se encontraban este día los discípulos del Señor –sólo sabemos que Juan permaneció junto a María al pie de la Cruz hasta el final–, nos los imaginamos completamente abatidos por la tristeza. Tal vez sus pensamientos irían del remordimiento por haber abandonado a Jesús en el Huerto de los Olivos, con lo que comenzó su Pasión, al recuerdo nostálgico de tantos prodigios vividos de cerca con el Él y de tantas palabras suyas retenidas –de vida eterna, como confesó Pedro–, que habían llenado sus vidas de una esperanza inigualable.

        Un dolor imposible de describir hizo presa en ellos, viéndose vacíos y culpables. Un dolor que se afianzaba con el paso de las horas y les hacía más y más patente la muerte de Jesús, para ellos tan inesperada. Por otra parte, el miedo por el que huyeron dejándolo solo la noche de Getsemaní aún les afectaba. Pedro –aunque luego lloró– había negado conocer al Señor por no correr la suerte de su Maestro. Los demás, si no de palabra, le habían negado también de verdad, con las obras; y, como explica san Juan, estaban escondidos por miedo a los judíos. Los prícipes de los sacerdotes y los fariseos se habían hecho fuertes después de conseguir la condena de Jesús. Hasta lograron que Pilato pusiera a su disposición soldados para guardar el sepulcro. Ser de los de Aquel hombre crucificado y muerto, era peligroso en ese momento. De ser reconocidos, sus vidas no estaban seguras: lo mejor era esconderse...

        Sin embargo, no todos se acobardan. En "Via Crucis" lo describe san Josemaría: Nicodemo y José de Arimatea –discípulos ocultos de Cristo– interceden por el desde los altos cargos que ocupan. En la hora de la soledad, del abandono total y del desprecio..., entonces dan la cara "audacter" (Mc XV, 43)...: ¡valentía heroica!
         Yo subiré con ellos al pie de la Cruz, me apretaré al Cuerpo frío, cadáver de Cristo, con el fuego de mi amor..., lo desclavaré con mis desagravios y mortificaciones..., lo envolveré con el lienzo nuevo de mi vida limpia, y lo enterraré en mi pecho de roca viva, de donde nadie me lo podrá arrancar, ¡y ahí, Señor, descansad!
         Cuando todo el mundo os abandone y desprecie..., serviam!, os serviré, Señor.

        No nos interesa establecer comparaciones entre los que dieron la cara en aquellas horas difíciles por el Señor y los que entonces fueron cobardes, pero, recuperados por acción de la Gracia, supieron dar toda su vida para que se extendiera en el mundo el Reino de Cristo. Nosotros deseamos serle fieles siempre y le pedimos fortaleza, lealtad, para los momentos de cobardía y de flojera, que vendrán; no somos perfectos, y le decimos: ¡Perdón, Señor! ¡Ayúdame más, que quiero serte siempre fiel!

        ¡Que no nos importe reconocernos débiles y por eso pecadores! Lo hemos sido en otro tiempo: bien claras tenemos nuestras traiciones pasadas; y lo seremos en el futuro, aunque sea de ordinario en asuntos menudos, a los que queremos dar importancia, sin embargo, porque son faltas de amor con el Señor. Por eso, dolidos de nuestras debilidades, tal vez no tan antiguas..., nos proponemos rectificar con un propósito bien determinado. Querríamos no sentir más la necesidad de pedir perdón, querríamos no ofender más al Señor y, si acaso ..., deseamos ardientemente reconocerlo arrepentidos –como Pedro– inmediatamente después de cada ofensa.

        El dolor de los pecados –dolor por haber ofendido a Dios– es verdadero dolor, pero no es un dolor triste, no puede serlo. Es un dolor optimista, esperanzado, porque Dios lo acoge si contempla que es sincero con el deseo de no apartarnos más de su lado: No despreciarás, Señor, un corazón contrito y humillado, le decimos con el salmo. Por eso el momento del dolor es también el de la paz, el de la seguridad, el del optimismo; e inmediatamente el momento de la gratitud y de la alegría.

        Quiere el Señor manifestar su bondad y su poder en sus hijos los hombres, y lo hace muchas veces perdonándonos y sanando nuestras heridas. Para que llenos de su fortaleza venzamos en la lucha contra nosotros mismos una y otra vez, aunque también de vez en cuando seamos vencidos. Bastará entonces con volver los ojos nuevamente a Dios, que comprende la flaqueza nuestra y quiere otra vez ayudarnos, porque nunca nos ha dejado de querer.

        ¡Y, qué decir de nuestra Madre! De continuo nos contempla como a hijos siempre pequeños –rebeldes, flojos quizás– y siempre dignos de compasión, porque somos suyos. Así se lo decimos cada uno: ¡Mírame con compasión, no me dejes Madre mía!