Día 17 V Domingo de Cuaresma

        Evangelio: Jn 8, 1-11 Jesús marchó al Monte de los Olivos.
        Muy de mañana volvió de nuevo al Templo, y todo el pueblo acudía a él; se sentó y se puso a enseñarles.
        Los escribas y fariseos trajeron a una mujer sorprendida en adulterio y la pusieron en medio.
        —Maestro –le dijeron–, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés en la Ley nos mandó lapidar a mujeres así; ¿tú qué dices? –se lo decían tentándole, para tener de qué acusarle.
       Pero Jesús, se agachó y se puso a escribir con el dedo en la tierra.
        Como ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:
        —El que de vosotros esté sin pecado que tire la piedra el primero.
        Y agachándose otra vez, siguió escribiendo en la tierra. Al oírle, empezaron a marcharse uno tras otro, comenzando por los más viejos, y quedó Jesús solo, y la mujer, de pie, en medio. Jesús se incorporó y le dijo:
        —Mujer, ¿dónde están? ¿Ninguno te ha condenado?
        —Ninguno, Señor –respondió ella.
        Le dijo Jesús:
        —Tampoco yo te condeno; vete y a partir de ahora no peques más.

Dios quiere nuestra salvación

Jesucristo en el cine
Alfonso Méndiz

        El acontecimiento más grandioso que ha sucedido y puede suceder en el mundo es la Encarnación del Hijo. Nada mejor que esto puede acontecer: es el hecho que supone un mayor bien para los hombres. Como afirmamos al recitar el Credo: por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del Cielo y se encarnó. "Por nuestra salvación": nuestra vida incorporada a la divina en la total plenitud para la que fue ideada y creada; pues Dios quiere que todos los hombres se salven, como dice san Pablo, en la primera de sus cartas a Timoteo. Y de muchas otras formas la Sagrada Escritura, y también constantemente la Liturgia de la Iglesia, afirman esa intención de Dios de hacer al hombre partícipe de su intimidad en que consiste la salvación.

        Hoy nos presenta la Iglesia el conocido diálogo de Jesús con los escribas y fariseos y con una mujer que debía ser condenada a muerte, según la ley, por su pecado. Aquellos hombres acusadores conocían la bondad de Jesús, sus deseos de ayudar a todos: sabían que pasó haciendo el bien. Posiblemente habrían sido testigos de algún milagro en favor de un enfermo, o tal vez habrían escuchado sus palabras alentando a todos a corresponder a Dios en espera la recompensa prometida. Intentan, sin embargo, ponerle en el compromiso incómodo de elegir entre su conocida actitud compasiva y misericordiosa, y la fidelidad a la ley de Moises –que todos en Israel reconocían como Ley de Dios–, según la cual la mujer que le presentaban merecería pena de muerte por su pecado.

        Pero Jesús vino al mundo para que pudiéramos alcanzar la salvación, y también para mostrarnos, mejor que los profetas, la bondad Dios. Así precisamente comienza la Carta a los Hebreos: En diversos momentos y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. En estos últimos días nos ha hablado por medio de su Hijo. Y Jesús, el Hijo de hecho hombre, enseñó de muchas formas que por Él somos hijos de Dios, y que Dios, Nuestro Padre, nos ama con entrañas de misericordia y perdona nuestras faltas, por graves que sean, si las reconocemos y de ellas nos arrepentimos.

        Que Dios nos ama y que no somos capaces de valorar como es debido su amor y que siempre nos quedaremos cortos al imaginarnos su cariño, debe ser punto de partida en nuestra meditación cuando nos vemos ante Él; pues, como recuerda Jesús a sus discípulos, tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.

        La presencia del Hijo de Dios encarnado entre nosotros contemplando nuestra vida, es para nuestra salvación. Por lo tanto, como quiera que nos sintamos moralmente ante Cristo, y por evidente que pueda ser la maldad de nuestras ofensas, Él siempre quiere ayudarnos. No puede dejar de amarnos y, por consiguiente, de hacernos partícipes de la bienaventuranza del Cielo, donde gocemos eternamente con Él junto al Padre y al Espíritu Santo, y a todos los ángeles y los santos. No es exageración decir que Dios no sabe si no ser bueno con sus hijos, y que seríamos muy injustos si desconfiásemos de su misericordia y su perdón si le hemos ofendido. Pues su deseo permanente es poder otorgarnos lo que más nos pueda colmar en cada instante. Esto es lo que hace, a pesar de nuestras rebeliones, si nos acudimos a Él arrepentidos y con deseos de amarle en adelante.

        Que los tropiezos y derrotas no nos aparten ya más de El –aconseja san Josemaría–. Como el niño débil se arroja compungido en los brazos recios de su padre, tú y yo nos asiremos al yugo de Jesús. Sólo esa contrición y esa humildad transformarán nuestra flaqueza humana en fortaleza divina. "Asirse al yugo de Jesús". De eso se trata. La verdadera contrición incluye ese deseo de entregarse generosamente a cumplir su voluntad en los concretos detalles de cada jornada. Pero nos sentimos tan débiles que apenas nos atrevemos a formular el propósito. Lo tiene que poner Él todo en nosotros. También la fortaleza que sane esa debilidad que nos hizo pecar.

        Pidamos a Dios –poniendo por intercesora a nuestra Madre del Cielo, que es también Madre suya– un dolor sincero, humilde, de nuestras faltas, que nos consiga el propósito firme de no volver a pecar y Él se goce en perdonarnos.