Día 23 IV Domingo de Adviento

 


        Evangelio: Lc 1, 39-45 Por aquellos días, María se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá; y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y cuando oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando en voz alta, dijo:

        —Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Pues en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno; y bienaventurada tú, que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor.

Caminando con Dios

El Belén que puso Dios (9ª ed.)
Enrique Monasterio

        Por lo que cuenta san Lucas, da la impresión de que, muy poco tiempo después de recibir el Anuncio de Gabriel, manifestándole el designio divino de haber sido elegida como Madre del Redentor, María emprende un viaje. El mensajero divino le hizo saber que su prima Isabel, de edad avanzada, estaba encinta y María, mujer joven, decide estar junto a ella durante las últimas semanas del embarazo. Tal vez pensó que, en el caso de su prima, serían más incómodas para la futura madre.

        Queremos aprender de María y nos fijamos en Ella –en el Santo Evangelio–, pidiendo su luz al Espíritu Santo, para que veamos qué podemos incorporar a nuestra vida de la suya: la tomamos como madre-maestra, con el deseo de que sea modelo ejemplar, ¡Escuela! Nadie como Ella ha respondido o puede responder al querer de Dios, en nadie se ha manifiestado como en Ella el deseo de amar: no hay en María obstáculo a la Gracia santificante. Por eso la miramos con hambre, con la ilusión de amar a su manera. ¡María, enséñanos!

        La Virgen, con Dios en sus entrañas, camina; se dirige con prisa –nos dice san Lucas– a casa de Isabel, que está ya en el último trimestre de un embarazo, no por muy deseado menos fatigoso por su ancianidad. Posiblemente necesitaría ayuda y a prestársela va María, la elegida poco antes entre todas las mujeres de la historia para llevar en su seno al Verbo encarnado. Entre otras gentes que viajaban en aquellos días, su camino no llamaba en absoluto la atención. Acompañada posiblemente por José, María va feliz con Dios y con el deseo de ayudar cuanto pudiera a su prima. Su deseo de servir al Creador, de agradarle en todo, que manifestó a Gabriel y fue el comienzo de su nueva vida, tomaba cuerpo de continuo en lo más corriente y discreto: ahora, al haber sabido el estado de Isabel y comprender que podía serle útil a su lado.

        Lo nuestro puede y debe ser también así. Tenemos a Dios con nosotros, muy cerca también y siempre. Ni un instante deja de contemplarnos con amor. Aunque no consideremos su presencia, no por eso nos olvida. En todo momento tenemos ocasión de dirigirnos a Él con la mente, con los afectos, con la conducta, que tratamos de adecuar a lo que espera de nosotros. Y le llamamos Padre, y le decimos que queremos reconocerle a nuestro lado de continuo y que nuestra vida le agrade como manifestación eficaz de nuestro amor.

        María pensando en Dios, amándole, con Él en su vida mientras camina, para ayudar a su prima –manifestando amor con obras–, nos muestra la vida con Dios que podemos vivir los cristianos en las circunstancias corrientes de una vida normal. María, llena de Gracia, la esclava del Señor, es ciertamente la mejor entre los hijos de Dios. Nadie manifiesta amor a Dios como María. Proclamarlo es reconocer su virtud y el don de Dios –de Sí mismo– a una criatura en beneficio de toda la humanidad. Pero también Dios se ha volcado con cada uno de sus hijos. No sabemos en qué medida contigo, cuánto conmigo y con el otro, pero indudablemente siendo hombres nos dio mucho de Sí mismo y, como cristianos, nos ha constituído en miembros de su familia: sus hijos adoptivos en Jesucristo. Tenemos también, como nuestra Madre, una permanente ocasión de amar a nuestro Padre y Señor a cada paso de la vida.

        Ciertamente será preciso buscarle con interés e intentar que le agrade nuestra conducta. Nos sentiremos entonces –así realmente estamos en todo momento aunque no lo pensemos– contemplados por Dios, mientras discurre la propia existencia por caminos casi siempre corrientes. Ya decía san Pablo: que en Él vivimos, nos movemos y existimos. ¡Qué cerca estamos de nuestro Dios y qué fácil es amarle! ¡Qué pena, también, si por un tonto atolondramiento nos olvidásemos!

        Alguna vez consideramos que ese pensar en Él, dejando de lado el propio interés, es algo costoso: sí, Dios espera que le busque a toda hora, que le ame por encima de todo, por encima incluso de mí mismo; y eso requiere –más o menos según los casos– renunciar a lo apetecible y esforzarse en lo arduo, con tal de manifestarle fidelidad con mi conducta. ¿Cómo es posible ser feliz así? ¡Qué gran error sería pensar que es imposible! Pero sucede a algunos que, como no lo entienden, se les hace imposible y desisten, de entrada, de lo uno y de lo otro: de la renuncia y del esfuerzo. La realidad es que no sólo es posible ser felices acogiendo lo que cuesta, sino que es imprescindible eso que cuesta para ser felices.

        ¿Qué más quiere Nuestro Dios y Padre que la felicidad de sus hijos? Aunque por momentos nos cueste aceptarlo, es el mejor de los padres. No neguemos su bondad y desconfiemos, en cambio, de nuestros cálculos, tantas veces mezquinos. El mismo Jesús nos lo recuerda: si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los Cielos dará cosas buenas a quienes le pidan? Pero la alegría que es consecuencia del amor a Dios con obras, no necesitamos pedírsela. Es una felicidad –experiencia de los santos– que acompaña siempre al olvido de uno mismo y al esfuerzo por Dios. No hay santos tristes.

        Imaginemos el permanente coloquio de Santa María con su Señor. Sin duda, como Hija con su Padre, habría peticiones, muchas peticiones incluso, en esa conversación entre la Virgen y Dios mientras caminaba hacia la casa de Isabel. Nuestra Madre como buena Hija confiaba en la inmensa bondad de Dios que, en su infinita sabiduría, le concedía siempre lo mejor, aunque no fuera algunas veces lo más agradable. Mas, el ir con Dios y amada por el Señor de Cielo y Tierra, es –sin Ella saber cómo– efecto de la Gracia y la inconmovible causa de su alegría.