Día 14 Fiesta: San Matías, apóstol

        Evangelio: Jn 15, 9-17 Como el Padre me amó, así os he amado yo. Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he dicho esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea completa. Éste es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros, en cambio, os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca, para que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda. Esto os mando: que os améis los unos a los otros.

Dios nos ama

San Pablo (14ª ed.)
Josef Holzner

        El breve pasaje del evangelio según san Juan, que la Liturgia nos presenta en la festividad de san Matías, ofrece unas palabras de Nuestro Señor durante la Última Cena con sus Discípulos, cargadas de riqueza, que se podrían comentar largamente. Fijémonos, en esta ocasión, en la idea inicial del breve discurso que hoy consideramos: Dios nos ama. Con toda razón hemos de decir que somos objeto del cariño divino. Nuestro Creador y Señor –sin dejar de serlo– nos ama con un amor personal, con un amor a la manera del amor que el Padre eterno tiene a su Hijo unigénito, Segunda persona de la Trinidad Beatísima.

        Es de justicia mostrar a Dios, desde lo más profundo de nuestro ser, una gratitud rendida. Ciertamente no hay palabras que puedan expresar como conviene la bondad de Dios con su criatura humana; como tampoco nuestros sentimientos son capaces de vibrar adecuadamente en consonancia con el inapreciable tesoro recibido. Querríamos, sin embargo, saber corresponder y, bien consientes de la pequeñez nuestra, se lo decimos sencillamente a nuestro Padre Dios, con las torpes palabras que nos broten del corazón al intentarlo; con nuestros pobres sentimientos –toscos, sin duda–, aunque, a veces, nos llenen el alma.

        Es necesario pensarlo muchas veces, volver una y otra vez con la imaginación a esas escenas que nos cuentan los evangelios, cuando Jesús insiste en que Dios ha querido hacernos objeto de su amor. En ocasiones las palabras de Jesús muestran una particular ternura –reflejo de los sentimientos de su corazón–, que, en cierta medida, nos ayuda a entender algo de ese amor de Dios inmenso por sus hijos los hombres: no estéis preocupados por vuestra vida: qué vais a comer; o por vuestro cuerpo: con qué os vais a vestir. (...) No temáis, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino. Fomentemos la fe; pidamos a Dios esa visión sobrenatural de nuestra vida, que nos haga reconocernos contemplados, protegidos, permanentemente estimulados por un Amor tierno y omnipotente.

        —¡Dios es mi Padre! —Si lo meditas, no saldrás de esta consoladora consideración.
        —¡Jesús es mi Amigo entrañable! (otro Mediterráneo), que me quiere con toda la divina locura de su Corazón.
        —¡El Espíritu Santo es mi Consolador!, que me guía en el andar de todo mi camino.
        Piénsalo bien. —Tú eres de Dios..., y Dios es tuyo.

        De esta manera se expresaba san Josemaría, ejemplo de confianza y abandono feliz en Nuestro Señor. "Sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte", solía afirmar que vivía, sabiéndose entrañablemente querido por el Señor del mundo y de la historia. Tampoco queremos nosotros abandonar nunca estas consideraciones. Deseemos, por la fe y la esperanza, vivir de ellas. Permaneced en mi amor, aconseja el Señor a los suyos. Claro, que ha de ser un amor con obras, si queremos que sea verdadero amor. Pero antes, posiblemente debemos contemplar a Dios queriéndonos; fijarnos en Él y recrearnos con el pensamiento de que somos objeto de las delicias de un cariño imposible de expresar con palabras y que, como auténticos infantes, no tenemos capacidad de apreciarlo.

        Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos! San Juan, el "discípulo amado", animaba así a un grupo de los primeros cristianos. Por sí mismo había tenido buena experiencia del amor de Jesús durante los tres años de su vida pública. Parecía persuadido de que la caridad entre los hombres –signo inequívoco de los buenos discípulos– sería una consecuencia inmediata en la vida de los que valorasen el amor que nos tiene Dios. En efecto, el cariño nos "arrastra" a los hombres. Sentimos el deseo de corresponder al amor recibido y, en la medida en que lo valoramos, nos sentimos también dispuestos a amar cada vez más generosamente, olvidados de nosotros mismos.

        El consejo de san Juan: mirad qué amor..., parece bueno y gratificante, pero es necesario –imprescindible– poner atención, detenerse con la pausa necesaria, hasta apreciar adecuadamente, como dice este apóstol, el amor tan grande que nos han mostrado el Padre. Nos hace falta un momento de sosegada contemplación. Si no, por lamentable y triste que resulte, todo lo que Dios nos quiere puede ser tan infecundo para nosotros como la lluvia generosa para una roca dura e impenetrable y, por ello, incapaz de fructificar. Necesitamos cada día unos momentos de oración.

        Santa María se admira. Atiende sin perder detalle las palabras de Gabriel y comprende muy bien la singular predilección de que ha sido objeto. Luego, agradecida, exulta de gozo: Mi alma alaba al Señor...