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Meditar
con el arte
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Beata
Isabel de la Trinidad
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Dios
mío, quisiera escucharte yo también, con mi oído
interior atento, sin filtros de prejuicios. No vaya a ser que casi
sólo oiga lo de siempre: lo mío, mis palabras, muy
razonadas eso sí, pero no las tuyas. Necesito
librarme de ese monólogo, casi permanente, aunque pierda
la tranquilidad y la seguridad de no tener quien se me oponga.
María,
que es la misma inocencia y no desea otra cosa sino agradar a su Dios,
alienta sin cesar su disposición de servir a su Señor.
Vive todos los días de la ilusión por complacerle en
cada detalle, poniendo todo su ser en amarle. Se siente contemplada
por su Creador y a la vez segura, sabiendo que Él conoce hasta
el más delicado movimiento de su espíritu, mientras
ella, llena de paz y alegre como nadie, va plasmando en sus obras
el amor que le tiene.
María
se
turbó,
dice el evangelista. Acababa de escuchar un singular saludo, que era
la más grande alabanza jamás pronunciada. Con su clarísima
inteligencia había entendido bien: era un saludo de parte de
Dios, un saludo afectuoso a Ella de parte del Creador. Las palabras
que escucha indican que el mensajero viene de parte del Altísimo,
que conoce la intimidad habitual entre Dios y Ella; por eso se dirige
a María, pero no por su nombre. En María, lo más
propio, más aún que su nombre, es su plenitud de Gracia.
Así la llama el Angel: Llena
de Gracia.
Es la criatura que tiene más de Dios, a quien el Creador más
ha amado. Y María corresponde siempre, del todo y libremente,
con su amor al amor divino.
A
partir de la disposición de María, el Ángel le
transmite su mensaje. Como afirma Juan Pablo II, Dios "busca al hombre
movido por su corazón de Padre": no debemos temer a Dios. Las
palabras de Gabriel tan intensas y lo inesperado del mensaje,
posiblemente sobrecogieron a Nuestra Madre, pero no tenía por
qué temer, le dice el Angel. Su presencia ante ella, por el
contrario, era motivo de gran gozo: el Señor la había
escogido entre todas las mujeres, entre todas las que habían
existido y las que existirían: el Verbo Eterno iba a nacer
como Hombre, para redimir a la humanidad, y Ella sería su Madre.
¿Tenemos
miedo a Dios? De Él sólo podemos esperar bondades, aunque
nos supongan una cierta exigencia. ¿Tememos preguntarnos si nuestras
conductas son de su agrado, no sea que debamos rectificar? Queramos
mirar al Señor cara a cara, francamente, como mira un niño
ilusionado el rostro de su padre, esperando siempre cariño,
comprensión, consuelo, ayuda...
No
se puede pensar en la respuesta de María como en algo independiente
de sus disposiciones habituales. Su sí a Dios cuando contesta
a Gabriel, vino a ser la formalización actual de lo que siempre
había querido.
Señor,
que vea; te pido como Bartimeo, aquel ciego al que curaste. Que Te
vea. Que vea qué esperas de mí. Quiero escuchar tu llamada
en cada circunstancia de mi vida y, como María, para mi vida
entera... Entiendo que conoces los detalles de mi andar terreno y
prevés lo que llamo bueno y lo que llamo malo y que todo es
ocasión de amarte. Ayúdame a intentarlo sinceramente,
de verdad. Enséñame
a hacer tu voluntad, porque eres mi Dios,
te pido con el Salmista. Enséñame a confiar en tu Bondad
omnipotente.
No
temas, María
le dice Gabriel, antes incluso de manifestarle en detalle la
Voluntad del Señor. Y, luego, el mensaje mismo incluye los
motivos de seguridad y optimismo: que cuenta con todo el favor de
Dios y que la concepción será obra del Espíritu
Santo y mantendrá su virginidad... Finalmente, recibe también
una prueba de otra acción poderosa de Dios: la fecundidad de
Isabel, porque
para Dios no hay nada imposible,
concluye el Arcángel.
Cuando
nos habituamos a comtemplar a Dios Señor de la historia:
de la mía presente en los sucesos de cada jornada, tenemos
paz. Lo sentimos como un Padre inspirando y protegiendo cada paso
nuestro: queriéndonos. Porque nos comprende y nos sonríe
con el cariño afectuoso de siempre. También cuando,
quizá sin darnos mucha cuenta, intentamos "escurrir el bulto",
rebajar la exigencia sin verdadero motivo. Es que no es obligación,
discurrimos. Y le escuhamos en el fondo del alma: "¿Me quieres?"
Y ya sabemos que a la pregunta por el amor se responde con la vida:
"que obras son amores..."
Ayúdame,
Señor, a decirte siempre que sí. Auméntame la
fe para ver más claramente qué esperas de mí
cada mañana y cada tarde. El "sí" de María, el
día de la Anunciación, fue a ser Madre de Dios. El Verbo
se hizo humano en sus entrañas, por el Espíritu Santo
y su consentimiento. Nuestros "sí" a Dios de todos los días,
se parecen a los que Nuestra Madre pronunciaba de continuo, amando
a Dios en cada momento y circunstancia de su vida. Eran en María
enamoradas afirmaciones silenciosas casi siempre de una
conversación que no termina, como no terminan nunca las palabras
de afecto en los enamorados, aunque sólo se contemplen. Madre
mía enséñame a querer.
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