Día 6 IX Domingo del Tiempo Ordinario

       Mt 7, 21-27  »No todo el que me dice: «Señor, Señor», entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos. Muchos me dirán aquel día: «Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre, y hemos expulsado los demonios en tu nombre, y hemos hecho prodigios en tu nombre?» Entonces yo declararé ante ellos: «Jamás os he conocido: apartaos de mí, los que obráis la iniquidad».
       »Por lo tanto, todo el que oye estas palabras mías y las pone en práctica, es como un hombre prudente que edificó su casa sobre roca; y cayó la lluvia y llegaron las riadas y soplaron los vientos: irrumpieron contra aquella casa, pero no se cayó porque estaba cimentada sobre roca.
       »Pero todo el que oye estas palabras mías y no las pone en práctica es como un hombre necio que edificó su casa sobre arena; y cayó la lluvia y llegaron las riadas y soplaron los vientos: se precipitaron contra aquella casa, y se derrumbó y fue tremenda su ruina.

Un amor con obras

Orar con los primeros cristianos
Gabriel Larrauri

        Como dice un refrán castellano, "obras son amores y no buenas razones". Y nos parece lógico, pues de poco ayudaría un largo discurso de consideraciones afectuosas si, finalmente, nos quedáramos sólo en eso, que de suyo poco aporta a quien tiene necesidad, pudiendo actuar más decidida y eficazmente en favor del necesitado. Jesús lo asegura con claridad, para que lo entiendan bien los que pretenden ser sus discípulos, los que quieren seguir sus pasos, los que de algún modo han recibido la llamada exigente –todos los cristianos– de ser también pregoneros del Evangelio.

        La clave, diríamos, está en las obras y no tanto en un conocimiento profundo y detallado de las enseñanzas de Jesús, ni tampoco en ser un maestro en la exposición de la buena doctrina. Claro está que ese conocimiento y exposición son necesarios, lo serán siempre, y habrá que amoldarlos además a los oídos, modo de ser y circunstancias de las personas. Pero el discípulo de Cristo jamás se puede quedar en ser un mero conocedor del Evangelio que, en todo caso, va repitiendo a su alrededor lo que habría que hacer o lo que habría que evitar. El Evangelio, antes que para difundirlo es para vivirlo. Mejor sería decir que vivirlo es propagarlo; que la extensión por el mundo de la enseñanza y la vida de Cristo no es sino la manifestación de la vida de los cristianos.

        De hecho, se da una perfecta unidad entre el ser y la actividad en el cristiano. El apostolado es como la respiración del cristiano: no puede vivir un hijo de Dios, sin ese latir espiritual, asegura san Josemaría. ¿Qué sentido tendría la vida de Cristo si tan sólo hubiera sido admirable, si no hubiera procurado nuestra salvación? De hecho, la actividad apostólica en sus innumerables variantes, no es algo más, añadido a la vida cristiana. Es el ser mismo del apóstol de Jesucristo que, sin más, se manifiesta. Son las palabras del Señor, no tanto escuchadas y aprendidas como hechas vida, que para eso las pronunció el Señor. Y el cristiano, bien consciente de esto, no se quiere conformar con ser un teórico, buen conocedor de la Biblia. Sería entonces el vivo retrato de aquella casa edificada sobre arena, que se viene abajo, desencantando a propios y extraños, en la primera contrariedad.

        Es un buen momento hoy, como cada día, para preguntarnos por la consistencia de nuestra "casa". No nos vaya a suceder que esa vida de cara a Dios acabe teniendo apenas una apariencia de solidez. Que, a la hora de la verdad, se acabe descubriendo que nuestro edificio espiritual era tan sólo un decorado, tal vez aparente en su fortaleza y belleza para unos ojos ingenuos, pero sin consistencia interior, sin un fundamento sólido que garantice su estabilidad ante los embates y su permanencia en el tiempo. Es muy fácil el autoengaño, alentado por la mayor facilidad de una vida poco exigente y con el beneplácito del entorno que, no pocas veces, piensan y se comportan de modo semejante: unas prácticas de piedad rutinarias –las expresamente mandadas– y poco más.

        Así, cuando se presentan circunstancias de una mayor exigencia –es muy conveniente, por ejemplo, realizar un mayor esfuerzo económico para garantizar una formación cristiana de los hijos– o la presión del ambiente social paganizado impulsa a contravenir la coherencia con la fe –un plan de diversión con amigos, pongamos por caso, que no permitiría cumplir con el precepto dominical–, entonces se puede poner de manifiesto la falta de fundamento y solidez de nuestro edificio espiritual: nuestra "casa" se sustentaba sobre arena. Algo, por otra parte, que ya sabíamos, aunque no lo hubiéramos querido pensar con el detenimiento y profundidad necesarios para decidirnos a un cambio de actitud.

        La presión social contra nuestra vida cristiana y momentos de una mayor exigencia son inevitables en toda vida normal en medio de un mundo normal. No sería razonable pretender vivir como esas plantas de invernadero: siempre en las condiciones más óptimas para su más esplendoroso desarrollo. Las plantas naturales, como los hombres y las mujeres corrientes, viven, por lo general, en la calle y en medio de un mundo cambiante y, no pocas veces, agresivo, en intensa convivencia con los iguales, aunque diferentes tantas veces en sus ideologías, caracteres, mentalidades, culturas etc. Y es ahí, en contacto con la adversidad, donde nos espera Dios. Ahí se debe probar la autenticidad de cada uno. Y en medio de ese mundo es donde se sienten seguros y donde no tienen miedo los que se creen hijos de Dios y procuran comportarse como tales.

        María, madre de Jesús y Madre nuestra, en todo momento está firmemente anclada en la divinidad. Su seguridad y su alegría son consecuencia de saber que "se ha fijado Dios en la humildad de su esclava". Esa realidad configura de continuo su tono vital optimista, radiante y generoso, incluso padeciendo el máximo dolor. "¡Madre nuestra, no dejes que nos apartemos de tu lado para estar siempre con Jesús!".