Día 13 domingo. Bautismo del Señor

        Evangelio: Mt 3, 13-17 Entonces vino Jesús al Jordán desde Galilea, para ser bautizado por Juan. Pero éste se resistía diciendo:
         —Soy yo quien necesita ser bautizado por ti, ¿y vienes tú a mí?
         Jesús le respondió:
         —Déjame ahora, así es como debemos cumplir nosotros toda justicia.
         Entonces Juan se lo permitió. Inmediatamente después de ser bautizado, Jesús salió del agua; y entonces se le abrieron los cielos, y vio al Espíritu de Dios que descendía en forma de paloma y venía sobre él. Y una voz desde los cielos dijo:
         —Éste es mi Hijo, el amado, en quien me he complacido.

Una visión más completa de la vida

La búsqueda de Dios
Paul Johnson

        Hoy nos ofrece la Liturgia de la Iglesia, en esta fiesta del Bautismo del Señor, una escena muy sobrenatural y especial para nosotros, habituados tal vez a contemplar la realidad de este mundo sólo con los ojos del cuerpo. Nos conviene reconocer, una vez más, que no se agota la verdad con lo que logramos descubrir con los sentidos. Por eso el Señor anima con mucha frecuencia a fomentar la virtud de la fe, pues, todo un mundo sobrenatural nos aguarda, aunque no podamos verlo ni alcanzarlo con las fuerzas de la naturaleza.

        Necesitamos creer mediante la la fe. Se trata de una virtud: hábito, o disposición permanente, infundida por Dios en el espíritu del hombre, que lleva a la persona a aceptar las verdades reveladas por Dios, no tanto por la evidencia con que se le muestran, sino por la autoridad del mismo Dios que revela, que –de acuerdo con su perfección– no puede engañarse ni –de acuerdo con su bondad– puede engañarnos.

        Nuestro Dios, por propia iniciativa y de acuerdo con el misterioso designio de su amor por el hombre, nos revela su intimidad trinitaria. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se hacen distintamente presentes en el Bautismo del Hijo encarnado, cuya fiesta celebramos hoy. No nos basta, por consiguiente, reconocer la existencia de un Dios único, autor de cuanto existe, causa primera y perfección suma. Es preciso que reconozcamos también que es Padre, Hijo y Espíritu Santo y remunerador de los que le aman. Por eso hoy deseamos tenerle especialmente presente en sus Tres Personas, pues, cada una nos sugiere afectos propios, siendo el mismo Dios.

        Hace pocos años, cuando preparábamos el Gran Jubileo del 2000, fomentábamos –fieles al deseo del Papa– un trato más afectuoso con Dios Padre, que nos llama hijos en Jesucristo. Es su voz la que se escuchó aquel día, cuando Jesús fue bautizado por Juan. El Padre siempre contempla al Hijo, nunca lo desampara aunque alguna vez parezca olvidarlo. No queramos tampoco olvidarnos de Nuestro Dios, aunque nuestros quehaceres quieran imponerse a veces con urgencia y de modo inoportuno. Posiblemente será necesario un ejercicio tenaz por nuestra parte para no perder esa presencia de Dios que, fomentando la virtud de la fe, nos lleva a descubrir el fundamento de la dignidad humana: que somos hijos muy queridos de Dios, hasta el extremo de que, según su misterioso designio, el Hijo se ha hecho como uno de nosotros para salvarnos del pecado.

        Consideremos también en este día, pues hemos conocido desde mucho tiempo atrás la Redención, que –como Juan Bautista– podemos dar testimonio de la vida de Cristo entre los hombres y de nuestra grandeza por el amor que Dios nos tiene. Tenemos asimismo la posibilidad de anunciar a los demás que Dios quiso compartir nuestra condición para que, participando nosotros de la suya, seamos sus hijos por adopción. Que como verdaderos hijos que somos de Dios se complace en nosotros y nos ofrece en todo momento la ocasión de recrearnos con su presencia, soñando con el día en que, libres ya de lo gravoso de este mundo, gocemos para siempre con Él en el Cielo.

        Es bueno, en todo caso, vivir bien afianzados en el momento presente y, por tanto, en la realidad terrena que ahora nos corresponde. Lo cual no nos impide ejercitar la virtud de la fe, que, sin sacarnos de esta tierra –lugar de nuestra santificación– nos permite saborear la vida para la que fuimos creados como hombres: una vida escondida con Cristo en Dios, según la expresión del Apóstol. No se trata, desde luego, solamente de soñar y de saborear antes de tiempo una ilusión. Debemos ejercitarnos en obras que, cada jornada, nos aproximen al Cielo; pero nos animará para ese ejercicio, que se nos hace costoso, contemplar por la fe el Paraíso que Nuestro Señor nos tiene prometido. No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas. De lo contrario, ¿os hubiera dicho que voy a prepararos un lugar? Cuando me haya marchado y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré junto a mí, para que, donde yo estoy, estéis también vosotros: la verdad de la divina promesa la garantiza el mismo Dios por Jesucristo; y los que le siguen, empeñándose con confianza en el esfuerzo que les supone ese seguimiento, viven con paz y alegría, comprobando que no es tanta su fatiga o su exigencia que se les haga insufrible; por el contrario, encuentran para cada instante la energía sobrenatural y humana, proporcionada a sus circunstancias, para actuar según Dios espera.

        Esa alegría y paz, fruto de avanzar según Dios hacia un destino feliz, además de estimular de modo permanente al propio esfuerzo, supone un importante revulsivo que contagia a otros, que se sienten también atraídos por el reflejo de Cristo en la vida de los cristianos consecuentes. Así ha sucedido desde los tiempos apostólicos, cuando el atractivo de la vida de los fieles al Señor y su alegría destacaba y sorprendía a pesar de las persecuciones que injustamente padecían.

        La vida más fácil –sin fe– de los paganos de entonces, como la de muchos hoy, llena de atractivos sensibles, decaía paulatinamente hasta ser superada por otras culturas más violentas. Pero el cristianismo se ha mantenido, aunque haya sido, no pocas veces, con abundante dolor por parte de los cristianos. Se ha cumplido así la promesa de Jesucristo de que su Iglesia no sería aniquilada y que Él acompañaría siempre a los suyos. Y su Reino no tendrá fin, rezamos en el Credo.

        Nos sentimos asimismo seguros acompañados por su Madre, habiendo querido desde su Cruz que fuese también Madre de nuestra.