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De
diversos modos explicaba Jesús a sus discípulos y a la
gente que sus fieles los hijos de Dios vivimos en un mundo
hostil. Guardaos bien de los falsos profetas,
que se os acercan disfrazados de oveja, pero por dentro son lobos voraces.
Nos previene, así, el Señor sobre la realidad de nuestra
existencia cotidiana. No para que asiente en nosotros la desconfianza
por sistema, sino para que seamos prudentes y organicemos nuestra actividad,
sobre todo apostólica, contando con el enemigo de nuestra santificación.
El pecado, y su inductor, el diablo, están presentes en la vida
de los hombres y temerario sería ignorarlo.
En
muchos momentos de su vida pública habla Jesucristo a esta realidad,
animando a los hombres a una lucha esforzada, para no sucumbir ante
los enemigos de su santificación. Así, por ejemplo, asegura:
desde los días de Juan el Bautista hasta
ahora, el Reino de los Cielos padece violencia, y los esforzados lo
conquistan. Se refiere Nuestro Señor a un verdadero esfuerzo,
auténtica violencia propia de quien pretende una conquista, que
es imprescindible, pues sin ella no es posible alcanzar el Reino de
los Cielos.
Hoy
nos presenta la Iglesia, en la fiesta de los santos Inocentes, un acontecimiento
histórico, manifestación evidente del pecado y de Satanás.
En efecto, el rey Herodes no tiene inconveniente en hacer morir a todos
los niños de la comarca de Belén, prentendiendo suprimir
de este modo a Jesús, a quien consideraba rival de su trono humano,
a partir de su interpretación errónea de las Escrituras.
El egoísmo personal y el despreció a Dios y a los hombres,
que se manifiestan de modo tan evidente en el pecado de Herodes, de
algún modo, están asimismo presentes en todo pecado.
El
recuerdo de estos Santos mártires nos hace pensar en tantas otras
situaciones de injusticia. También en nuestros días como
en épocas pasadas de la historia humana hay inocentes que
padecen por la arbitrariedad egoísta de algunos poderosos. En
ocasiones sufren de modo desproporcionado los que quieren vivir su fe
en Jesucristo hasta sus últimas consecuencias. También
ahora son condenados a muerte en diversos lugares; en otros padecen
prisión; o son privados de sus derechos cívicos; o deben
ocultar toda manifestación de fe católica porque, en cuanto
Iglesia, son oficialmente perseguidos.
Pocas
veces es posible acudir a la legalidad en situaciones de opresión
a causa de la fe: son las leyes del lugar las que consienten en la injusticia.
Únicamente sería posible, en algún caso, apelar
a la justicia y a la fuerza internacional: proceso tremendamente complicado
y, casi siempre, fuera del alcance de los injustamente tratados. En
todo caso, habrá que agotar todos los medios humanos lícitos,
para vivir con libertad como hijos de nuestro Padre del Cielo, aunque
finalmente no se pueda lograr. Con mayor motivo hay que poner todos
los medios, si cabe, si se trata más bien de una presión
negativa tan sólo psicológica, como la aversión
a la Iglesia Católica en determinado ambiente profesional, cultural
o incluso familiar, pero sin otras consecuencias materiales o sociales
importantes. Son situaciones en las que es preciso recordar lo que nos
decía el Señor: A todo el que me
confiese delante de los hombres, también yo le confesaré
delante de mi Padre que está en los cielos. Pero al que me niegue
delante de los hombres, también yo le negaré delante de
mi Padre que está en los cielos.
En
todo caso, los malos, enemigos de Dios, nuestros enemigos, existen.
Precisamente por ellos por cada uno de nosotros, que también
somos malos el Hijo de Dios tomó nuestra carne y padecido
por nuestra salvación. Su mandamiento es la Caridad: Habéis
oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás
a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por
los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre que
está en los cielos, que hace salir su sol sobre buenos y malos,
y hace llover sobre justos y pecadores. Porque si amáis a los
que os aman, ¿qué recompensa tenéis? ¿No
hacen eso también los publicanos? Y si saludáis solamente
a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más?
¿No hacen eso también los paganos?
¡Que
toda injusticia padecida sea, ante todo, ocasión de oración!
En efecto, al cristiano debe moverlo la compasión, la misericordia,
el perdón, el deseo ardiente de conversión para los que
le tratan mal. De modo particular si se manifiesta en ese mal trato
oposición a la Iglesia de Dios, como es el caso de tantas situaciones
actuales de persecución y discriminación social por causa
de la fe. En todo caso, bueno es afianzar la costumbre que suplicar
su primero el perdón de Dios, el arrepentimiento y una mejora
de vida para aquellos que nos ofenden, en lugar de esa inmediata crítica,
tal vez con rencor, que podría ir por delante e imponerse a cualquier
otro sentimiento hacia nuestros enemigos.
Madre
de misericordia, cantamos a Santa María. Y con su bondad
incondicionada nos hace también misericordiosos si se lo pedimos.
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