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Conocer
a Dios III: la fe vivida
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Jesús
Ortiz López
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Conmemoramos
hoy a san Francisco de Asís que, entre sus muchas virtudes,
nos da ejemplo especialmente notorio de la virtud de la pobreza. Como
es sabido, Francisco, de familia acomodada y con un futuro "prometedor",
en el sentido humano y material de la palabra, quiso desprenderse
de su hacienda y de los posibles proyectos de progreso mundano, para
dedicarse a Dios y a la difusión del Evangelio. Esa opción
suya, que podría parecer para los ojos de muchos un ideal poco
interesante, resultó, en cambio, enormemente atractiva para
cientos y miles que, siguiendo su ejemplo, se han desprendido de los
bienes terrenos para seguir más libremente a Dios, animando
a todos a descubrir en Él el auténtico valor para los
hombres.
Meditamos, pues, en
la contingencia y fragilidad de los bienes terrenos y en el ejemplo
de pobreza que nos ofrece este gran santo que hoy celebramos, a quien
podemos encomendarnos para que el Señor nos conceda amar esta
virtud la pobreza, que él calificaba de "señora"
para significar su importancia. Las cosas, incluso las que se nos
presentan con su atractivo más atrayente, no dejan en ningún
caso de ser caducas; bienes que nos llenan y sólo hasta
cierto punto hoy o durante una temporada; tal vez en algún
caso, por "toda la vida", pero nada más. Y es que,
para un hombre con fe, esto es muy poco, porque es muy poco "toda
la vida". Sería, por tanto, un contrasentido incoherente
proponerse, como objetivo de nuestra vida entera, la felicidad que
puedan proporcionar las riquezas.
Por lo demás,
cuando las riquezas se valoran en sí mismas, se conviertan
en un poderoso obstáculo para la santidad, para la posesión
de Dios, único objetivo que puede colmarnos en plenitud. Se
hace necesario, por tanto, un efectivo desprendimiento de los bienes
terrenos que san Francisco practicó con heroísmo
y es condición para la Caridad: para el amor a Dios, en que
consiste la santidad: Nadie puede servir a dos
señores, porque o tendrá aversión al uno y amor
al otro, o prestará su adhesión al primero y menospreciará
al segundo: no podéis servir a Dios y a las riquezas.
Así se expresaba Jesús, para dejarnos claro que la preocupación
por los bienes materiales, en sí mismos, no es compatible con
la salvación. Agradezcamos al Señor los medios materiales
de que disponemos, fomentando incluso la ilusión de poder contar
con más y mejores medios, pero que sean instrumentos para servirle
mejor.
Recordemos lo que
decía Jesús, Señor nuestro, en otra ocasión:
La sal es buena; pero si hasta la sal se desvirtúa,
¿con qué se la salará? No es útil ni para
la tierra ni para el estercolero; la tiran fuera. Quien tenga oídos
para oír, que oiga. El dinero es bueno, podríamos
decir: lo que poseo y aquello que me ilusiona lograr es bueno, pero
si se desvirtúa porque lo amo en sí mismo y no para
servir mejor a Dios, para la santidad, que es mi fin en la vida, entonces
resulta inútil; más aún, nefasto, por cuanto
se interpone como obstáculo entre Dios y yo. En cambio, si
busco en Dios mis riquezas: esos tesoros a los que nos anima Jesús
de diversos modos, entonces no sólo mantengo el "capital"
sino que lo incremento asombrosamente: No amontonéis
tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los corroen
y donde los ladrones socavan y los roban. Amontonad en cambio tesoros
en el Cielo, donde ni polilla ni herrumbre corroen, y donde los ladrones
no socavan ni roban. Porque donde está tu tesoro allí
estará tu corazón.
Conviene, por consiguiente,
que nos preguntemos si tenemos la impresión de gastar para
Dios, de invertir propiamente en el Cielo. San Francisco, dándonos
un ejemplo heroico, abandonó todos sus bienes, cuando su familia
y amigos esperaban que administrara con acierto su fortuna. Sólo
él consideró que su mejor negocio sería "invertir"
en la Vida Eterna propia y en la Vida Eterna de los demás.
Es, en efecto, muy importante, por una parte, conocer el veradero
valor de los bienes materiales: escaso en realidad en sí mismo,
por grande que sea su atractivo; muy útiles, en cambio, como
instrumentos imprescindibles para servir a Dios, en nuestra condición
de seres corpóreos. Por otra parte, es preciso tener claro
en qué consiste ser rico de verdad: en la posesión de
Dios, en la Bienaventuranza. Dios no espera de todos, sin embargo,
un abandono absoluto de las posesiones, ya que se necesitan de ordinario
para desenvolverse de un modo normal en la sociedad. Nos pide, en
cambio, que no pongamos nuestro corazón en las cosas, pues
sabe Dios que nada distinto de Él puede darnos la felicidad.
Aprendamos, de la
mano de Nuestra Madre, esta lección que Nuestro Padre Dios
enseña a sus hijos pequeños, porque queremos hacernos
y aprender como niños.
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