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Día 8 XIX Domingo del Tiempo Ordinario |
Evangelio: Lc 12, 32-48
Tened
ceñidas vuestras cinturas y encendidas las lámparas, y estad como quienes
aguardan a su amo cuando vuelve de las nupcias, para abrirle al instante
en cuanto venga y llame. Dichosos aquellos siervos a los que al volver
su amo los encuentre vigilando. En verdad os digo que se ceñirá la cintura,
les hará sentar a la mesa y acercándose les servirá. Y si viniese en
la segunda vigilia o en la tercera, y los encontrase así, dichosos ellos.
Sabed esto: si el dueño de la casa conociera a qué hora va a llegar
el ladrón, no permitiría que se horadase su casa. Vosotros estad también
preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre. |
Con la cabeza en el Cielo |
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La primera afirmación de Nuestro Señor
que nos ofrece hoy la Iglesia con este pasaje de san Lucas, plantea
–en su admirable sencillez, que no admite discusión ni interpretaciones
ajenas a su sentido literal– todo un enfoque de la vida humana: Vuestro
Padre ha tenido a bien daros el Reino, dice el
Señor a los suyos. Y todo el resto del pasaje que leemos a continuación,
son una serie de consejos prácticos razonables, teniendo en cuenta que
ese Reino es el deseo de Dios, nuestro Creador,
Señor y Padre para sus hijos los hombres. Quiere Jesucristo salir al paso de algunas
corruptelas que se nos pueden introducir y serían obstáculos, no poco
importantes, para alcanzar ese Reino que tenemos
como singular destino, y es la razón de la gran dignidad y grandeza
humanas. Comienza su discurso el Señor refiriéndose a los medios materiales
–en los que erroneamente podríamos poner el objeto último de
nuestras inquietudes– que, por más que nos demos cuenta de que son necesariamente,
son sólo medios perecederos. Sin embargo, la falta de fe y el
consentimiento en el apego a las riquezas, nos inducen más y más al
engaño. En el fondo, de sobra sabemos que los medios materiales deben
ser sólo "medios", meros instrumentos que, en definitiva,
nos sirven para alcanzar nuestro único verdadero fin: la Vida Eterna.
Ponerlos en la práctica en lugar de la Eterna Bienaventuranza, amándolos
en sí mismos, equivale a errar en el sentido y destino de la vida: el
fracaso existencial del hombre. Pidamos, pues, la luz del Espíritu Santo,
para no dejarnos engañar apreciando un desmedido atractivo –falso– de
los bienes de este mundo. Que veamos la realidad tal como es: los medios,
no como fines, pues no pasan de ser instrumentos y, en cambio, la Eterna
Bienaventuranza, con su inapreciable y único valor: esa maravillosa
perla escondida, que da sentido a la vida del hombre,
con todo el trabajo que reclama su posesión. Anima Jesús a la vigilancia: cualquier
día, en cualquier circunstancia, tal vez cuando no esperamos, nos puede
sobrevenir la muerte, el definitivo ingreso en la eternidad. Sabemos,
por experiencia, que se nos puede hacer justicia de lo vivido sin previo
aviso: "¡Quién nos lo iba a decir..., si ayer mismo habíamos comentado...,
y hoy, un accidente de verdadera mala suerte..., ese proceso incurable
y fulminante...: no somos nadie!". Así solemos comemntar.
Vosotros estad también preparados,
porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del
Hombre. El consejo del Señor es de sensata amistad, de verdadero
amor a quienes se quiere, a quienes se desea lo mejor aún a costa de
exigirles. Más fácil sería –mucho más fácil también de aconsejar– consentir
en una conducta despreocupada y cómoda, aunque irresponsable. Pero no
sería manifestación de amor, sino posiblemente de secreta complicidad
en el fracaso que se avecina. Alaba
finalmente Jesús la conducta del siervo que se comporta de acuerdo con
lo que se le indicó: Dichosos aquellos
siervos a los que al volver su amo los encuentre vigilando. Porque actuar como Dios espera no
es cosa del último momento. No podemos pensar astutamente: "cuando
prevea próximo mi final, entonces..., que aún soy muy joven..., y no
debo preocuparme por el momento". El amor de Dios por los hombres
se manifiesta de continuo: cada día de nuestra vida y durante generaciones
con la humanidad. La vigilancia, pues, que nos pide Dios, es una actitud
permanente –las veinticuatro horas del día– de atención a ese amor de
Padre que nos dispensa. ¿No debemos acaso devolver amor por amor? ¿No
es lógico, y propio de personas agradecidas que valoran los dones recibidos,
intentar comportarnos como los mejores hijos con semejante Padre? Nuestra
Madre Inmaculada, la mejor de las hijas de Dios, nos dará, si se lo
pedimos, un corazón para amar a Dios a la medida del corazón de Jesucristo,
su Hijo. |
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