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Celebramos
hoy a San Juan María Vianney,
el Cura de Ars. Conocido precisamente
por este apelativo el "Cura
de Ars", puesto que este
santo sacerdote desarrolló
su ministerio siempre en esa pequeña
población francesa, de
donde pretendió huir, pues
se sentía indigno de su
sacerdocio. Su obispo, sin embargo,
lo mantuvo allí con intransigente
fortaleza, desde donde desarrolló
una inmensa labor apostólica
para toda Francia y más
allá de sus fronteras.
Habiendo
proclamado el Santo Padre, Benedicto
XVI, un Año Sacerdotal
en la Iglesia, con ocasión
del 150 aniversario de la muerte,
"dies natalis", de San
Juan María Vianney, nos
unimos, junto al Papa, a la oración
de todos los fieles cristianos,
por la santidad de los sacerdotes.
Rogamos asimismo a Nuestro Padre
Dios que suscite los sacerdotes
necesarios santos, para que su
Pueblo camine seguro hasta la
Casa del Cielo, único destino
que puede consumar plenamente
nuestra existencia terrena.
El
Cura de Ars no era precisamente
un dechado de cualidades intelectuales.
Sus profesores y superiores tuvieron
serias dudas de que pudiera ser
apto para el ministerio que deseaba
con pasión. Pero fue un
hombre de oración. De una
oración que le identificaba
con Cristo Sacerdote, decidido
a todo en favor de sus fieles.
El sacerdote debe ser alma de
oración y maestro de oración.
Posiblemente nada más necesita
hacer: rezar y enseñar
a rezar. El sacerdote que quiere
ser santo vive de la intimidad
con Jesucristo y su propósito
con los hombres no es otro buscar
que tengan la mayor intimidad
posible con Jesucristo.
"El
Sacerdocio es el amor del corazón
de Jesús",
repetía con frecuencia
el Santo Cura de Ars. Un amor
del corazón de Jesús,
manifestado de mil modos, como
en aquella ocasión que
nos hace considerar hoy el Evangelio
de San Mateo. Nos lo recuerda
asimismo Benedicto XVI en su "Carta
a los sacerdotes con motivo del
Año Sacerdotal". Esta
conmovedora expresión,
insiste el Papa, nos
da pie para reconocer con devoción
y admiración el inmenso
don que suponen los sacerdotes,
no sólo para la Iglesia,
sino también para la humanidad
misma. El sacerdote, en
efecto, puesto por Dios entre
Él y los hombres, no es
sino una manifestación
de amor divino en favor nuestro,
que nos facilita, más aún,
que nos hace posible la intimidad
divina, que es el mayor bien posible
para el hombre. ¿Es posible
no valorar al sacerdote? ¿Cómo
cuidaremos al sacerdote, con qué
oración rogaremos por su
santidad, para que sea sacerdote
y nada más que sacerdote?
Basten
unas pocas palabras de este Santo,
patrono de los párrocos
y ejemplo de sacerdote, para confirmarnos
en la tarea sublime que corresponde
a los sacerdotes:
El hombre tiene un hermoso deber
y obligaciones: orar y amar. Si
oráis y amáis, habéis
hallado la felicidad en este mundo.
Por el camino de la oración
nos conducen los sacerdotes santos,
el camino, por consiguiente, de
la mayor felicidad en este mundo,
el camino de la intimidad con
Dios. Un camino para el que nos
habíamos hecho indignos,
recuerda el Cura de Ars,
pero Dios, en su bondad, nos ha
permitido hablar con Él.
El
Cura de Ars era muy humilde,
recuerda que el Papa, pero
consciente de ser, como sacerdote,
un inmenso don para su gente:
"Un buen pastor, un pastor
según el Corazón
de Dios, es el tesoro más
grande que el buen Dios puede
conceder a una parroquia, y uno
de los dones más preciosos
de la misericordia divina".
Hablaba del sacerdocio como si
no fuera posible llegar a percibir
toda la grandeza del don y de
la tarea confiados a una criatura
humana: "¡Oh, qué
grande es el sacerdote! Si se
diese cuenta, moriría...
Dios le obedece: pronuncia dos
palabras y Nuestro Señor
baja del cielo al oír su
voz y se encierra en una pequeña
hostia...".
Sin
embargo, reconoce Benedicto
XVI, también
hay situaciones, nunca bastante
deploradas, en las que la Iglesia
misma sufre por la infidelidad
de algunos de sus ministros. En
estos casos, es el mundo el que
sufre el escándalo y el
abandono. Ante estas situaciones,
lo más conveniente para
la Iglesia no es tanto resaltar
escrupulosamente las debilidades
de sus ministros, cuanto renovar
el reconocimiento gozoso de la
grandeza del don de Dios, plasmado
en espléndidas figuras
de Pastores generosos, religiosos
llenos de amor a Dios y a las
almas, directores espirituales
clarividentes y pacientes.
Cada
uno somos responsables de nuestra
vida, sí; pero no estamos
exentos de alguna responsabilidad
de la vida de nuestro prójimo.
De modo particular de quienes,
por alguna razón, nos son
más cercanos. Ante todo
debemos rezar, llevando así
también su peso: sus afanes
nobles, de modo especial sus apostolados,
su afán por reparar con
mortificación los pecados
del mundo, su acción de
gracias por tantas grandezas divinas
que hemos recibido los hombres
y tal vez no valoramos. Llevad
los unos las cargas de los otros
y así cumpliréis
la ley de Cristo, aseguraba
San Pablo a los Gálatas
y nos dice a cada uno.
Nadie,
como nuestra Madre del Cielo,
sabe de los afanes de amor del
Corazón de Jesús.
Nadie como Ella quiere y puede
infundir esos mismos afanes en
los sacerdotes que son de
modo especial otros Cristo
y en cada uno de los fieles. A
Ella nos encomendamos e intercedemos
de modo especial por todos los
sacerdotes del mundo.
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