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Evangelio:
Mt 20, 20-28 Entonces se
le acercó la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos, y
se postró ante él para hacerle una petición.
Él le preguntó: |
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En
la celebración del apóstol Santiago, intentamos meditar
en las palabras conclusivas de Nuestro Señor de la escena evangélica
que, para hoy, nos ofrece la Liturgia de la Iglesia. Palabras, como
siempre las evangélicas, definitivas por su importancia para
nuestra vida de cristianos. En este caso, se refiere expresamente
Jesús a una característica imprescindible, como actitud
de fondo y condición, en quienes quieran ser grandes para Él.
Queda claro, una vez más, que los criterios mundanos de valoración
no se corresponden en ocasiones con los criterios divinos. Los hombres,
demasiado preocupados por sí mismos, olvidados a menudo del
sentido genuino y trascendente de su existencia y ajenos –en la práctica–
al querer de Dios, parecen haber perdido el interés por los
verdaderos valores, y se desviven –en cambio– por objetivos que les
apartan de su fin y también de su felicidad, aunque no sean
en ocasiones capaces de sospecharlo. Jesús
no quita la razón a la buena madre de Santiago y de Juan. Sus
deseos son claramente inmejorables: desea el mayor bien para sus hijos,
y nada puede serlo sino la máxima proximidad con Dios. Pero
debe corregir Jesús esa rivalidad entre los apóstoles,
que entienden mal –a lo humano– la grandeza en el Reino de los Cielos
y, por el momento, se ilusionan tan sólo con una grandeza "de
tejas abajo". Los hombres, en efecto, hemos adulterado el sentido
de la bondad, del mérito, del valor: ya no tienen para la mayoría,
en una primera y espontánea apreciación, su genuino
y original significado. La fama, el bienestar, el poder; que tantas
veces son compatibles con la maldad moral y el egoísmo, y con
la falta de caridad –siendo esta virtud la esencia de la perfección
cristiana– han venido a suplantar a los verdaderos bienes, que hacen
bueno al hombre. Dios nos espera –simplemente buenos– aristócratas
del amor, siguiendo el ejemplo de Cristo, aún a costa de no
tener esos otros "valores", que tanto atraen desordenadamente como
consecuencia del pecado. No tiene que ser así entre vosotros, reprende a los Apóstoles. Las palabras de Jesucristo son inequívocas. En lo sucesivo, los discípulos del Señor no verían un ideal en las ilusiones tan frecuentes de la mayoría. Lo de ellos tendría que ser con frecuencia lo menos apreciado, lo que por regla general muchos consideran sin valor y, en la práctica, despreciable. Lo bueno sería servir; lo valioso para el Reino de los Cielos, poner todo lo propio, hasta la vida, buscando el bien de los demás: de la misma manera que el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos. Se hace muy necesario meditar con detenimiento esta afirmación de Jesucristo, de modo particular en nuestros días, por el concepto dominante de persona, que contrasta sobremanera con el ideal que el Señor propone con sus palabras y con el ejemplo de su vida. Supone este divino ideal ciertamente una ruptura, que podría parecer muy violenta, con los modos de actuación y los planteamientos vitales más frecuentes hoy. Dejando a un lado la descripción de las diversas variantes en ese sentido, que dependerán de las distintas culturas y regiones, centrémonos –por ser más prácticos– en el consejo imperativo de Cristo: quien entre vosotros quiera llegar a ser grande, que sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea vuestro esclavo. Se tratará para el cristiano –aunque no esté de moda– de empeñarse decididamente en un servicio que busque el bien, el desarrollo y el progreso del otro, lo que sea mejor para los demás. Su cabeza y su corazón –nuestras cabezas y nuestros corazones, si queremos ser buenos cristianos–, no querrán dirigirse sino a las necesidades y el mejor bien de los que nos rodean y de todo el mundo. El propio bien personal –mi felicidad, mi alegría, mi salud, mi bienestar, mi éxito– no es algo preocupante para el buen cristiano: confía esperanzado en la Eterna Bienaventuranza y en el amor paternal y providente de Dios, mientras se consume, como una discreta brasa, caldeando sobrenatural y eficazmente su entorno. De
san Josemaría es precisamente la imagen: Tú
has de comportarte como una brasa encendida, que pega fuego donde
quiera que esté; o, por lo menos, procura elevar la temperatura
espiritual de los que te rodean, llevándoles a vivir una intensa
vida cristiana. Porque, en el fondo, el único verdadero
interés nuestro debe ser "pegar" a otros al Señor. En
esto quiere consistir el servicio cristiano en el mundo. Con un profundo
respeto a la libertad individual, ofreceremos gratuitamente a todos
lo mejor que es posible ofrecer: la verdad de la fe. Ese servicio
consistirá, las más de las veces, en el ejemplo sencillo
de una vida coherente con el Evangelio, y en la explicación,
atractiva a la medida de cada uno, de esa doctrina de Jesucristo. Santa María, nuestra Madre, es la Reina de los Apóstoles. Su intercesión poderosa nos hará fieles imitadores de Santiago y de los primeros discípulos, que aprendieron a ser apóstoles, como Ella, de labios de su Hijo. |
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