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13 XI Domingo del Tiempo Ordinario |
Lc
7, 36-8, 3
Uno
de los fariseos le rogaba que comiera con él; y entrando en
casa del fariseo se recostó a la mesa. Y entonces una mujer
pecadora que había en la ciudad, al enterarse que estaba sentado
a la mesa en casa del fariseo, llevó un frasco de alabastro
con perfume, y por detrás se puso a sus pies llorando y comenzó
a bañarle los pies con sus lágrimas, y los enjugaba
con sus cabellos, los besaba y los ungía con el perfume. |
Jesús vino para amar |
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Nos ofrece hoy la Iglesia, Madre nuestra, uno de tantos episodios de la vida de Jesús en el que resalta su amor por los hombres desea para cada uno siempre lo mejor, aunque pudiera parecer que no es lo indicado. En este caso, de acuerdo con la mentalidad de la época, al menos de acuerdo con la opinión de las personas tenidas por cultas e influyentes los fariseos, la conocida pecadora que entró en la casa de Simón, era por eso mismo una persona a evitar. Con mayor motivo a evitar por Jesús, que debía ser ejemplo de conducta, antes que ser maestro con palabras. Pero todo se explica con la gran lección de Jesús, durante aquella comida en casa del fariseo: que sólo el amor cuenta y que todo en nuestra vida debe ser amor. Que en modo alguno consiste el ideal de vida que Dios nos propone, en unas conductas mandadas porque están mandadas, sino en el amor a Dios con que se actúa. Y, por esto, hasta el gesto que parece más irrelevante, hasta la actitud más críticada pueden ser muy gratos ante Dios. ¿Es Dios, de modo habitual, la razón por la que me muevo, o es más bien mi interés, que me contemplan otros, o que he de responder ante una instancia humana la razón de lo que hago? Tengamos deseos de una sana libertad: que no nos condicione nada ni nadie más que Dios. Que no nos importe, como a la pecadora del Evangelio, ni el gasto, ni la honra, ni los hombres. Que sea Dios ante todo a quien vemos delante y a quien deseamos agradar, sea lo que sea que traigamos entre manos. Pecadores, como somos, no es en modo alguno insólito que nos olvidemos de Dios, con la mejor intención mejor sería decir: "sin apenas darnos cuenta" cuando nos dedicamos a tareas que de suyo buenas: nuestro trabajo, nuestra familia, nuestros amigos, nuestro descanso, etc., que a Dios le agradarían si estuvieran hechas en su presencia, ofrecidas a Él, y no por un motivo meramente humano. ¿Acaso no es la posibilidad de actuar por Dios, con Dios y para Él, como hijos muy queridos del Creador y Señor del mundo, la causa de nuestra humana dignidad? Pero ese inapreciable talento, que poseemos por el designio divino de que seamos hombres a su imagen y semejanza y por la Redención sus hijos adoptivos, es para cada uno un punto de partida. Pues es con nuestro amor libre, correspondiendo al que Dios nos tiene, como alcanzamos la grandeza colmada a la que tiene de suyo aquella dignidad personal: el talento inapreciable de ser hombres. Jesús se fija en el amor de la mujer pecadora y el amor de Simón el fariseo. Es el amor de cada uno el amor a Dios lo que los califica, como es el amor nuestro a Dios en nuestras obras quien habla de la categoría de cada uno. Preguntémonos, pues, y en concreto, qué detalles en nuestra vida manifiestan que pensamos en Dios, en agradarle, mientras nos ocupamos de nuestros quehaceres habituales. Así como nuestro interés, nuestro amor por las personas y las cosas, se nota en formas, en modos de comportarnos, lo mismo nuestro amor a Dios. Nuestro interés por agradarle se notará con claridad, como fue patente el de aquella mujer a los pies de Cristo. Es frecuente vernos preocupados por ideales como la solidaridad, la generosidad, la cooperación ...; y alentar otros como la laboriosidad o la alegría. Pero ¿cómo no decidimos poner más expresamente a Dios como fin de nuestras obras? ¿No estarían así garantizadas además todas esas actitudes nobles y tan necesarias que en ocasiones echamos de menos? El amor es fecundo; el amor conduce a poner lo mejor de uno mismo en favor de los demás. Ya de suyo engendra alegría en quien ama, aunque pueda ser costoso, incluso muy costoso en ocasiones. Y así como el amor provoca amor en los otros, se aprecia tambien enseguida y gustosamente, la alegría de sentirse amado. Bienaventurada porque has creído, escuchó María de labios de Isabel. No hay criatura más contenta que María: la que ha amado más, la que no se ha reservado nada. |
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