Día 16 Solemnidad: La Ascensión del Señor




        Evangelio: Lc 24, 46-53
Y les dijo:
—Así está escrito: que el Cristo tiene que padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día, y que se predique en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las gentes, comenzando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas. Y sabed que yo os envío al que mi Padre ha prometido. Vosotros permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de la fuerza de lo alto.
        Los sacó hasta cerca de Betania y levantando sus manos los bendijo. Y mientras los bendecía, se alejó de ellos y comenzó a elevarse al cielo. Y ellos le adoraron y regresaron a Jerusalén con gran alegría. Y estaban continuamente en el Templo bendiciendo a Dios.

Esperando la Fuerza de lo Alto

Al hilo de un pontificado: el gran "sí" de Dios
Ramiro Pellitero

        Hoy celebramos la Ascensión de Jesús a los cielos. Después de vivir entre los hombres y una vez cumplida hasta el final la misión para la que el Hijo de Dios tomó carne de María, la Virgen, se elevó al Cielo en presencia de sus discípulos. Concluye así la presencia visible de Jesucristo entre los hombres, aunque no, desde luego, su acción en el mundo, como bien se desprende de sus palabras, que hoy ofrece la Iglesia a nuestra consideración.

        Aquel día el Señor, antes de abandonar físicamente a los discípulos, hizo un breve resumen de lo que había sido su tarea durante su vida terrena, recordando los momentos más decisivos para nuestra salvación. Con gran concisión, pero con toda exactitud, manifiesta lo que espera de ellos, el sentido de la misión que les encomienda y la fuerza que están a punto de recibir para ser capaces de llevarla a cabo.

        Se había cumplido ya, con su muerte y resurrección, la profecía anunciada por el mismo Dios inmediatamente después del primer pecado: que para lo que había sido el único verdadero mal de los hombres vendría un Salvador, el Mesías. Pues quiso Dios que el hombre, creado a su imagen y semejanza y con capacidad de amarle, pudiera salvar el inmenso abismo que, al haber pecado, lo alejaba de Él y del Paraíso de su intimidad que le tenía reservado. Ese primer pecado y los demás que son consecuencia de nuestra acción libre y de la debilidad causada por aquél, eran el verdadero mal que pesaba sobre la humanidad, muy superior a todas las demás desgracias humanas. Pero ya estaban abiertas las puertas del Cielo; pues, al hacerse hombre el Hijo de Dios, pudo merecer de modo infinito y reparar, por su Pasión y muerte, el pecado. Así, pues, aunque ofendemos a Dios y lo perdemos, siendo nuestro único verdadero bien, gracias al amor divino manifestado en Jesucristo, podemos ser perdonados si, arrepentidos, aceptamos la conversión que nos ofrece.

        No comprendieron los judíos la Salvación que Dios brinda a los hombres. Esperaban sólo un remedio a sus males terrenos. Tenían puesta la esperanza en un libertador que los sacara de la opresión política que padecían y les diera un gran bienestar material. Tendría que ser, en ese caso, un gran guerrero, un rey revestido de poderío y riquezas... De un mesías así se sentirían orgullosos, le seguirían seguros, pues en poco tiempo –pensaban– se verían libres, por él, de tantas desgracias materiales que les oprimían y consideraban indignas para el pueblo elegido por Dios. Más de una vez le echaron, por ejemplo, en cara –sin fundamento, por otra parte– la bajeza de su linaje: ¿no es este el hijo de José?... Pensaban que de la familia de un artesano no cabía esperar gran cosa.

        Tuvo que hacer milagros sin cuento para mostrar su naturaleza divina, probando así que era superior a cuantos profetas le precedieron: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan sanos y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se anuncia el Evangelio. De esta manera respondió a los que le preguntaron de parte del Bautista si era Él al que esperaban. Y, más tarde: las obras que me ha dado mi Padre para que las lleve a cabo, las mismas obras que yo hago, dan testimonio acerca de mí, de que el Padre me ha enviado. (...) Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, creed en las obras, aunque no me creáis a mí, para que conozcáis y sepáis que el Padre está en mí y yo en el Padre. (...) Y, por fin: Si no hubiera hecho ante ellos las obras que ningún otro hizo, no tendrían pecado; sin embargo, ahora las han visto y me han odiado a mí, y también a mi Padre.

        Seamos nosotros francos. A poco sinceros que somos reconocemos la maldad de nuestra vida. ¡Cuántas veces vemos a diario que deberíamos comportarnos mejor porque el Señor lo espera!: en casa, en el trabajo, con los amigos, en nuestro trato con Dios...; y, sin embargo, dejamos pasar esas oportunidades cediendo al capricho y no amando a Dios. Hasta le ofendemos –y nos damos cuenta– con frecuencia de modo expreso, tan pobre es nuestra condición. Nos sucede lo que a los que vieron los milagros y escucharon las palabras del mismo Cristo: nos consta que es Dios quien nos pide esa otra conducta más heroica; y, sin embargo, nuestras obras por el Señor no se corresponden a las suyas por nosotros.

        Quizá nos sucede a estas alturas, con años ya de vida de fe, lo que a los discípulos del Señor: que aún después de su muerte, después de que les perdonara haberle abandonado, y habiéndole visto gloriosamente resucitado, necesitan ser vitalizados con el mismo Espíritu de Dios, con el Espíritu Santo. Es preciso que sean revestidos de la fuerza de lo alto, según su promesa, que hoy recordamos, para llevar a cabo lo que Dios –que los envía– espera de ellos.

        Mientras aguardamos, pues, la Solemnidad de Pentecostés, que Dios mediante celebraremos el próximo domingo, nos encomendamos con más fuerza al Paráclito en los días de su Decenario que asimismo estamos celebrando.

        Con la ayuda de nuestra Madre, Esposa de Dios Espíritu Santo, sabremos proponernos alguna invocación como la del himno...: Infunde amorem cordibus!, ¡llena de amor los corazones!, ¡llena de Amor Tuyo mi corazón!