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Éste
es el día que hizo el Señor, alegrémonos.
Así, con toda razón, canta la Liturgia, pues conmemoramos
hoy la manifestación del esplendor divino en nuestro mundo.
Los anteriores prodigios: tantas profecías cumplidas; tantas
palabras llenas de verdad y consuelo pronunciadas por el Hijo del
Hombre; aquella conducta intachable, ejemplar: aprended
de mí..., ¿quién me acusará de pecado?;
tantas curaciones, hasta los muertos volvían a la vida por
su palabra... Bien..., todo aquello se queda en nada; es insignificante,
frente a la manifestación gloriosa de Jesús resucitado,
que vence por su propio poder a la inamovible losa de la muerte: por
la misma virtud de Cristo, el cadáver vuelve a la vida. Es,
en verdad, Señor en la vida y de la muerte. Ya lo advirtió:
doy mi
vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy
libremente. Tengo potestad para darla y tengo potestad para recuperarla.
Éste es el mandato que he recibido de mi Padre.
Así
confirma Jesucristo de modo indudable su absoluto señorío
en el mundo. Pues no muestra su poder únicamente sobre las
realidades físicas presentes en la naturaleza, sino sobre la
misma vida humana, que recupera con más esplendor que antes
de la muerte gloriosa, tras la resurrección. Es
el Evangelio definitivo, la Noticia que Dios trasmite por fin a la
humanidad, tras muchos siglos de sucesivas revelaciones: que nuestra
vida debe ser divina. Ese es nuestro acabado destino, el proyecto
divino para cada hombre.
San
Pablo explica que Cristo
ha resucitado de entre los muertos, como primer fruto de los que mueren.
Porque como por un hombre vino la muerte, también por un hombre
la resurrección de los muertos. Y así como en Adán
todos mueren, así también en Cristo todos serán
vivificados. A los que
mueren según Cristo les corresponde, pues, una resurrección
como la suya. Aunque nunca seremos dioses, su vida gloriosa como resucitado
es modelo de la que corresponde a los hijos de Dios en la Eterna Bienaventuranza.
No
eran, pues, tan sólo formas de decir, aquellas expresiones
llenas de afecto de Jesús, que dirige a sus discípulos:
En la
casa de mi Padre hay muchas moradas. De lo contrario, ¿os hubiera
dicho que voy a prepararos un lugar? Cuando me haya marchado y os
haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré
junto a mí, para que, donde yo estoy, estéis también
vosotros. Por lo demás,
nos aseguró: Yo
soy el Camino, la Verdad y la Vida; nadie va al Padre si no es a través
de mí.
Las
mujeres que acudieron piadosamente al sepulcro la mañana del
domingo siguiente a la muerte de Jesús, con la intención
de acabar de embalsamar el cuerpo, quedaron desconcertadas, nos cuenta
san Lucas. Tuvieron por primera vez la experiencia de una vida gloriosa
según Dios: la atrocidad de la Pasión, para ellas tan
notoria, no había podido finalmente con Cristo. La vida divina
en Él había triunfado sobre la muerte, según
el mismo Jesús predijera: que
convenía que el Hijo del Hombre fuera entregado en manos de
los pecadores, y fuera crucificado y resucitase al tercer día.
Después
de muchos días, los cincueta días de Pascua que celebra
la Liturgia de la Iglesia, Jesús asciende corporalmente al
Cielo. Antes, sin embargo, da muestras evidentes de su vida gloriosa:
vida humana, pero sin los vínculos corpóreos, materiales,
que condicionan nuestra existencia.
No
es, pues, la vida del hombre para este mundo que contemplan nuestros
ojos; que, por perfecto y agradable que nos parezca, no puede prescindir
del freno y el lastre unidos a todo lo material. También el
mundo según explicará San Pablo debe ser
glorificado para nuestra vida en Dios. Agradezcamos a nuestro Creador
su gran bondad con decisiones eficaces de correspondencia por nuestra
parte. No queramos agotar nuestros afanes en ideales terrenos que
reconocemos pasajeros y, sin embargo, parecen captar nuestras más
nobles energías. El hombre, sobre todo iluminado con la luz
de la fe, es capaz de remontarse sobre lo cotidiano y sensible, y
comprender su existencia cargada de una riqueza trascendente que escapa
hoy a su experiencia.
Nuestra
Madre del Cielo es Madre de Dios, Reina de los Ángeles y de
los Santos. Desde el anuncio de Gabriel tomó conciencia clara
de su destino en Dios. Le pedimos nos conceda entender cada día
mejor la grandeza de nuestra vida.
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