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Por
qué soy católico
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G.
K.Chesterton
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Posiblemente
es necesaria, hoy como nunca, la enseñanza que, para nuestra
santificación, ha quedado ya por siempre en esta página
del evangelio de san Marcos, que nos ofrece hoy la Iglesia. Podemos
aprender de Jesús, del Maestro, que con cada uno de sus pasos
sobre la tierra, con cada palabra suya, la eterna Sabiduría
de Dios se despliega ante nosotros siempre, aunque alguna vez nos
parezca muy sorprendente o, incluso, incomprensible.
Fijémonos,
sin olvidar lo anterior, sin embargo, en este día en el otro
personaje protagonista de la escena. En Bartimeo, el hombre ciego,
de sobra conocido por todos en Jericó, hasta el punto de que
el evangelista indica su nombre propio. Posiblemente, como cada día,
intentaba vivir de la caridad de los viandantes, dejando claro con
su quietud y su perdida mirada a cuantos pasaban, que podía
ser objeto de compasión y generosidad.
Conformado
hasta entonces con su desdicha, confiaba recibir, quizá sólo
de unos pocos, alguna pequeña moneda. Pero el día en
que Jesús fue a Jericó, Bartimeo no está, ni
mucho menos, con la actitud serena y hasta pasiva de todos los días.
Ya no da por supuesto que todos observan su condición, que
su presencia a la vera del camino significa que está pidiendo,
y que espera lograr de la caridad de algunos lo necesario para el
sustento del día.
Ya
había oído hablar de Jesús y de sus milagros.
La bondad del Señor también había llegado sus
oídos. Y ahora, de pronto, posiblemente sin esperarlo estaba
como cada día, hasta entonces como siempre sentado
al lado del camino pidiendo limosna,
Jesús se acerca, porque va saliendo ya con sus discípulos
de Jericó. No es que fuera hacia él, simplemente coincidió
por casualidad que Jesús salía por donde estaba el ciego.
Se podría pensar, por eso, que Jesús no tenía
intención de curar a Bartimeo. Poco le importó, sin
embargo, a él; y al oír que llegaba no quiso dejar que
pasara la ocasión.
Naturalmente,
Jesús no podía negarse al milagro. Lo
que pidáis con fe se os concederá,
afirmará en otra ocasión. Y aquel hombre daba evidentes
muestras de fe. Llama al Señor el Hijo
de David,
reconociendo expresamente su condición de Mesías. Manifiesta,
clamorosamente su divinidad por el modo tozudo y público de
insistir en su súplica, superando el obstáculo que muchos
le ponen, queriendo hacerle callar. Pero Jesús es el Hijo de
David y puede devolverle a la vista, porque, siendo Dios, es compasivo
siempre y además omnipotente.
No
se trata de lograr de una vez todo el sustento de un día. Ni
siquiera de lograr algo más extraordinarios de lo habitual,
como sería una moneda de más valor. Se trata de su vista,
de sus ojos. Contemplaría el mundo como los demás: lo
que siempre había echado en falta por encima de cualquier otra
necesidad, y marcaba su existencia como un estigma maldito. De modo
que, a pesar de la algarabía por la mucha gente congregada,
el ciego no se detiene. Está dispuesto a poner todo, absolutamente
todo, de su parte, con tal que hacerse escuchar por Jesús.
Cree firmemente que si logra hacerse oír habrá recuperado
la vista. Como, en efecto, sucedió.
El
Evangelista, en habitual y sobriedad narrativa, ilustra muy bien,
en todo caso, el resto de la escena hasta su conclusión con
el milagro. Y nosotros nos podemos preguntar: ¿creemos como ese
ciego? Supliquemos urna fe así. Ya estamos ciertos de que en
todo momento nos escucha y nos atiende Jesús, el Hijo
de David, el omnipotente. Estamos seguros de su divinidad y
de su amor por los hombres. Tenemos claro que necesitamos su ayuda:
sin mí no podéis hacer nada,
nos ha dicho. Nada que sea relevante para la vida del hombre es posible
sin El. Imploremos, pues, con insistencia aumento en esta virtud que
nos abre el corazón de Cristo y el tesoro de su Gracia.
Si
entendemos que es decisiva la fe, una fe grande como la de Bartimeo,
aprendamos del ciego la insistencia tozuda en la súplica: ¡Señor,
auméntame la fe!, clamaremos una y mil veces. Siendo un don
sobrenatural, la fe, como la esperanza y la caridad las otras
dos virtudes teologales, no podemos conseguirla sólo
por nuestro esfuerzo. Pero sí podemos insistir en la petición
con mucha fuerza superando los obstáculos, un día
y otro día, hasta mostrar con muestra perseverancia que
confiamos en Dios que nos escucha. Hasta que nuestra tozudez indique,
como la de Bartimeo, que tenemos, como el más valioso tesoro,
lo que Dios otorga.
Nos
resulta ya bastante claro que contemplar la vida humana y las demás
circunstancias del mundo con los ojos de la fe, permite una visión
más acabada, más verdadera de la existencia. Consiste,
en pocas palabras, en contemplar la humanidad en el mundo con visión
sobrenatural, con unos ojos a la medida de la visión creadora
de Dios. Aunque no seamos ni podamos ser dioses, por la fe, apoyándolos
en la mente de Dios, en quien reside el ejemplar primero de toda realidad,
conocemos también lo que supera absolutamente a nuestra capacidad,
pero ha querido Dios revelarlo para mayor enriquecimiento del hombre.
¡Que
no queramos quedarnos cortos en el conocimiento gozoso de nuestras
auténticas riquezas! ¡Que deseemos ardientemente contemplar
este mundo nuestro, como la permanente ocasión que Dios nos
ha brindado para llegar hasta Él, y permanecer en su intimidad
eternamente con todos los Angeles y los Santos. De contemplar, asimismo
a Nuestra Madre del Cielo. A Ella, que es maestra de fe, le pedimos
que nos enseñe a sus hijos a creer, para de también
en cada uno se cumpla el proyecto estupendo de nuestro Padre Dios.
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