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Hipótesis
sobre María
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Vittorio
Messori
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Comenzamos
el mes de octubre conmemorando a santa Teresa de Lisieux, Carmelita
Descalza, conocida también por santa Teresita del Niño
Jesús. Se trata de una religiosa que dedicó su vida a
la oración contemplativa, que nos puede enseñar la primacía
de la intimidad con Dios para que tenga sentido cualquiera de nuestros
quehaceres. Como es sabido, el Santo Padre Juan Pablo II, proclamó
a esta santa Doctora de Iglesia.
Esta religiosa, que,
fiel a su regla, no abandonó su convento en Francia, es, sin
embargo, la patrona de las misiones. Podría pensarse que muchos
otros santos los hay con la vida cargada de movimiento apostólico,
visible y conocido serían más apropiados que la
santa de Lisieux para ser presentados como ejemplo de espíritu
misionero, y como intercerores ante Dios para esta importante tarea.
De hecho, el afán por llevar a los hombres al calor de la fe
y a la riqueza incomparable de la posesión de Dios, posiblemente
queda más claro en algunos santos llenos de actividad exterior.
Pero la Iglesia ha querido reconocer ante el mundo, pensando en Teresa
de Lisieux como patrona del movimiento misionero, que el secreto y fundamento
de toda eficacia apostólica es, ante todo, la oración.
Teresa de Lisieux, sin
salir de su convento, consagró su vida a rezar y sacrificarse
por las misiones. En su coloquio con Dios vibraba impaciente por tantos
lugares donde debía aún implantarse la fe, ofreciendo
al Señor el precio de sus sacrificios y súplicas
por gentes lejanas, desconocidas muchas veces. Otras, encomendaba expresamente
a Dios la tarea evangelizadora de algún misionero que conocía.
Siguiendo al pie de la letra la advertencia del Señor a sus Apóstoles
sin Mí no podéis hacer nada,
intercedía por los que lejos se fatigaban por Cristo y por la
felicidad de otros al abrazar la fe. En su oración y sacrificio
encontraba la fuerza para la fatiga de aquellos que, muy lejos casi
siempre de Francia, hablaban de Dios y de su salvación a la gente.
También en la oración conseguía luz para las inteligencias
de cuantos oían por primera vez hablar de Cristo.
Primero,
oración; después, expiación; en tercer lugar, muy
en tercer lugar, acción. Así se expresaba
san Josemaría en Camino, y así son las cosas en la vida
de todos los que desean ser verdaderos apóstoles de Nuestro Señor.
Preguntémonos cuánto rezamos para que mejoren esas personas
perfectamente conocidas, tal vez que deben enmendarse, que
provocan nuestra crítica, aunque sólo sea interior
¿Cómo nos unimos a la oración del Santo Padre por
las necesidades de la Iglesia y del mundo? ¿Ofrecemos sacrificios
por los demás?
Los que siguen a Cristo,
por el mundo o, como esta santa, apartados de los afanes mundanos, son
impulsados en todo caso por el propio Cristo a difundir su enseñanza.
El Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar
su cabeza, nos advierte el Señor; y esa es también
la suerte del discípulo que le acompaña, apartado del
mundo o metido de lleno en los afanes terrenos. No
es el discípulo más que su maestro, ni el siervo más
que su señor, aclararía Jesús en otro momento.
Una existencia incómoda y un trabajo intenso están garantizados
para el discípulo de Cristo. Comparte así con Él
su misma calidad de vida. Pero, precisamente por esto, ya que viven
siempre juntos, quien sigue al Señor para el apostolado cuenta
donde quiera que se encuentre con su compañía: el discípulo
tampoco tiene dónde reclinar su cabeza,
pero jamás se siente solo. Tiene consigo, por el contrario, el
inapreciable tesoro de su Dios junto a sí.
Nos conviene y
es, por otra parte, manifestación de realismo considerar
de modo habitual la seguridad que, como cristianos, debemos sentir con
el mismo Dios, que no nos abandona un solo instante. Es bueno librarse
de la pesadumbre imaginaria por una vida insoportable marcada con la
cruz. No, ciertamente, eliminando de nuestra vida lo que cuesta, ni
fomentando compensaciones humanas que contrarresten la dureza realista
de caminar con Cristo. Se tratará, más bien, de perderle
el miedo al dolor. Perderle el miedo al dolor, por la oración:
contemplando al Señor con nosotros, de nuestra parte, queriéndonos.
Y queriéndonos, no de cualquier modo, porque quiere y puede hacernos
verdaderamente felices. Sólo la oración que contempla
es capaz de descubrir, en el misterio de Dios, su poder y su bondad
para hacernos felices, aunque no tengamos dónde reclinar la cabeza.
La dureza del seguimiento del Señor nunca será desproporcionada,
con su ayuda que nuna falta; pues todo lo puedo
en Aquel que me conforta, podremos afirmar con san Pablo en todo
momento.
¡Que el ejemplo
y la intercesión de santa Teresita nos animen! Pidámosle
amar de corazón a Dios y a muchas almas, y ser felices contemplando
la grandeza de una vida así. Que será quizá, sin
embargo, sencilla, como la de Nuestra Madre, Santa María.
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