Día 23 XXV Domingo del Tiempo Ordinario

        Evangelio: Lc 16, 1-13 Decía también a los discípulos:
        —Había un hombre rico que tenía un administrador, al que acusaron ante el amo de malversar la hacienda. Le llamó y le dijo: «¿Qué es esto que oigo de ti? Dame cuentas de tu administración, porque ya no podrás seguir administrando». Y dijo para sí el administrador: «¿Qué voy a hacer, ya que mi señor me quita la administración? Cavar no puedo; mendigar me da vergüenza. Ya sé lo que haré para que me reciban en sus casas cuando me despidan de la administración». Y, convocando uno a uno a los deudores de su amo, le dijo al primero: «¿Cuánto debes a mi señor?» Él respondió: «Cien medidas de aceite». Y le dijo: «Toma tu recibo; aprisa, siéntate y escribe cincuenta». Después le dijo a otro: «¿Y tú cuánto debes?» Él respondió: «Cien cargas de trigo». Y le dijo: «Toma tu recibo y escribe ochenta». El amo alabó al administrador infiel por haber actuado sagazmente; porque los hijos de este mundo son más sagaces en lo suyo que los hijos de la luz.
        »Y yo os digo: haceos amigos con las riquezas injustas, para que, cuando falten, os reciban en las moradas eternas.
        »Quien es fiel en lo poco también es fiel en lo mucho; y quien es injusto en lo poco también es injusto en lo mucho. Por tanto, si no fuisteis fieles en la riqueza injusta, ¿quién os confiará la verdadera? Y si en lo ajeno no fuisteis fieles, ¿quién os dará lo vuestro?
        »Ningún criado puede servir a dos señores, porque o tendrá aversión a uno y amor al otro, o prestará su adhesión al primero y menospreciará al segundo: no podéis servir a Dios y a las riquezas.

Ilusión por la santidad

Jesús de Nazaret

        Nos podría sorprender, en una primera apreciación, el fragmento evangélico que hoy consideramos. Ese hombre, mal trabajador, que no es honrado con el dinero que administra, recibe, sin embargo, por su hábil estratagema –especialmente injusta, por otra parte– la alabanza de su señor. El hombre rico, el señor, como siempre representa a Dios. Y, en este caso, declara admirable la actitud final de su criado, aunque hubiera sido asimismo digno de condena, por su injusticia y falta de lealtad. Existe, pues, algo en el comportamiento del administrador infiel que debemos los cristianos aprender.

        Naturalmente, en ningún momento dice Jesús que la conducta del administrador deba tomarse, en su conjunto, como ejemplo. Más aún, aprueba la actitud del hombre rico, que despide al administrador por su mala gestión que, de hecho, en absoluto se revela o protesta por la decisión de su amo. La vida del empleado es, pues, una vida delictuosa, aunque, bien es cierto, con algún rasgo decididamente admirable.

        La vida de los hombres nunca es, como es sabido, del todo buena o mala. Pero no es infrecuente, sin embargo, encontrar personas a las que nada les parece que deben mejorar. A efectos prácticos, su comportamiento cotidiano concreto y su vida en general estarían ya suficientemente bien. No necesitan, por consiguiente, complicarse con hipotéticas posibilidades de rectificar para bién. Para otro tipo de personas, por el contrario, las cosas son bien diferentes. Tienen una impresión tan negativa de sí mismos, que se consideran incapaces de lo bueno: en toda su conducta les parece observar aspectos negativos; lo que, tal vez, les induce a desistir de mejorar, pues, en cualquier caso, siempre arrastrarán de un modo u otro defectos.

        La realidad franca y desapasionada de cada uno nos manifiesta, más bien, que el comportamiento diario es consecuencia de una serie de virtudes y defectos. Esos hábitos de la conducta, que a todos nos afectan, acaban teniendo en ocasiones manifestaciones prácticas muy patentes. Así sucede, por ejemplo, con el administrador de la parábola. De tal modo parece que procedía dolosamente en su trabajo, que hasta llegó a oídos de su señor. Tal vez su avaricia, su comodidad, su egoísmo, o cualquier otro de sus defectos, resultaban ya patentes a los ojos de los demás. Pero no era, sin embargo, todo negativo en aquel hombre. Su sagacidad y astucia, su hábil inteligencia..., pero puesta al servicio del bien, podrían ser buenas armas para trabajar por su señor; una vez corregidos, naturalmente, los vicios que hacían intolerable por más tiempo espacio su permanencia al frente de la administración.

        Siendo sinceros con nosotros mismos, contemplándonos con la franqueza de sabernos conocidos a la perfección por Dios, Señor y Padre nuestro, advertimos en nosotros conductas en parte buenas y malas. En el origen de cada acción nuestra –que es en la práctica un acto de amor o de desamor con Dios– existe un rasgo de nuestro carácter que condiciona ese comportamiento y que convendrá alentar o, por el contrario, corregir. Es preciso, por tanto, poner interés en ello, pues está en juego nuestro amor a Dios.

        Al hilo de esta parábola que hoy nos ofrece la Iglesia, fijémonos en si nos esmeramos, como el administrador infiel, en emplear nuestros mejores recursos de tesón, de amistades, de inteligencia..., de ingenio humano en una palabra, pero al servicio de nuestra santidad y de la extensión del Reino de los Cielos. Pues, parece Jesús manifestar, para vergüenza no pocas veces de los que desean serle fieles, que los hijos de este mundo son más sagaces en lo suyo que los hijos de la luz. Nos vendrá muy bien, en efecto, sentirnos avergonzados, y reconocer que bastantes se mueven –y mucho– buscando lo suyo, egoístamente incluso, sin un ideal sobrenatural, pero con gran eficacia. Diríamos que hacen muy bien el mal; que de hecho se desviven por ideales en el fondo pequeños y ridículos, vistas las cosas, como debe ser, con ojos sobrenaturales, con los ojos de la fe. Los hijos de Dios, en cambio, parecemos estáticos frente a ellos: como si no estuviéramos bastante convencidos de lo que ganamos sirviendo a Dios. Como si no amáramos a Dios lo bastante; como si no nos valiera la pena.

        Santa María, nuestra Madre, nos abrirá como a niños los ojos de la ilusión, para ver más y más claro cada día el brillo inigualable del ideal de Jesucristo.