Día 12 XIX Domingo del Tiempo Ordinario

        Evangelio: Lc 12, 32-48 »Tened ceñidas vuestras cinturas y encendidas las lámparas, y estad como quienes aguardan a su amo cuando vuelve de las nupcias, para abrirle al instante en cuanto venga y llame. Dichosos aquellos siervos a los que al volver su amo los encuentre vigilando. En verdad os digo que se ceñirá la cintura, les hará sentar a la mesa y acercándose les servirá. Y si viniese en la segunda vigilia o en la tercera, y los encontrase así, dichosos ellos. Sabed esto: si el dueño de la casa conociera a qué hora va a llegar el ladrón, no permitiría que se horadase su casa. Vosotros estad también preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre.
        Y le preguntó Pedro:
        —Señor, ¿dices esta parábola por nosotros o por todos?
        El Señor respondió:
        —¿Quién es, pues, el administrador fiel y prudente a quien el amo pondrá al frente de la casa para dar la ración adecuada a la hora debida? Dichoso aquel siervo a quien su amo cuando vuelva encuentre obrando así. En verdad os digo que le pondrá al frente de toda su hacienda. Pero si ese siervo dijera en sus adentros: «Mi amo tarda en venir», y comenzase a golpear a los criados y criadas, a comer, a beber y a emborracharse, llegará el amo de aquel siervo el día menos pensado, a una hora imprevista, lo castigará duramente y le dará el pago de los que no son fieles. El siervo que, conociendo la voluntad de su amo, no fue previsor ni actuó conforme a la voluntad de aquél, recibirá muchos azotes; en cambio, el que sin saberlo hizo algo digno de castigo, recibirá pocos azotes. A todo el que se le ha dado mucho, mucho se le exigirá, y al que le encomendaron mucho, mucho le pedirán.

Con la cabeza en el Cielo

Dicen que ha resucitado
Vittorio Messori

        La primera afirmación de Nuestro Señor que nos ofrece hoy la Iglesia con este pasaje de san Lucas, plantea –en su admirable sencillez, que no admite discusión ni interpretaciones ajenas a su sentido literal– todo un enfoque de la vida humana: Vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino, dice el Señor a los suyos. Y todo el resto del pasaje que leemos a continuación, son una serie de consejos prácticos razonables, teniendo en cuenta que ese Reino es el deseo de Dios, nuestro Creador, Señor y Padre para sus hijos los hombres.

        Quiere Jesucristo salir al paso de algunas corruptelas que se nos pueden introducir y serían obstáculos, no poco importantes, para alcanzar ese Reino que tenemos como singular destino, y es la razón de la gran dignidad y grandeza humanas. Comienza su discurso el Señor refiriéndose a los medios materiales –en los que erroneamente podríamos poner el objeto último de nuestras inquietudes– por más que nos demos cuenta de que son necesariamente sólo medios perecederos. Sin embargo, la falta de fe y el consentimiento en el apego a las riquezas, nos inducen más y más al engaño. En el fondo, de sobra sabemos que los medios materiales deben ser sólo "medios", meros instrumentos que, en definitiva, nos sirven para alcanzar nuestro único verdadero fin: la Vida Eterna. Ponerlos en la práctica en lugar de la Eterna Bienaventuranza, amándolos en sí mismos, equivale a errar en el sentido y destino de la vida: el fracaso existencial del hombre. Pidamos, pues, la luz del Espíritu Santo, para no dejarnos engañar por un desmedido atractivo –falso– de los bienes de este mundo. Que veamos la realidad tal como es: los medios, no como fines, pues no pasan de ser instrumentos y, en cambio, la Eterna Bienaventuranza, con su inapreciable y único valor: esa inapreciable perla escondida, que da sentido a la vida del hombre, con todo el trabajo que reclama su posesión.

        Anima Jesús a la vigilancia: cualquier día, en cualquier circunstancia, tal vez cuando no esperamos, nos puede sobrevenir la muerte, el definitivo ingreso en la eternidad. Sabemos, por experiencia, que se nos puede hacer justicia de lo vivido sin previo aviso: "¡Quién nos lo iba a decir..., si ayer mismo habíamos comentado..., y hoy, un accidente de verdadera mala suerte..., ese proceso incurable y fulminante...: no somos nadie!". Así solemos comemntar. Vosotros estad también preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre. El consejo del Señor es de sensata amistad, de verdadero amor a quienes se quiere, a quienes se desea lo mejor aún a costa de exigirles. Más fácil sería –mucho más fácil también de aconsejar– consentir en una conducta despreocupada y cómoda, aunque irresponsable. Pero no sería manifestación de amor, sino posiblemente de secreta complicidad en el fracaso que se avecina.

        Alaba finalmente Jesús la conducta del siervo que se comporta de acuerdo con lo que se le indicó: Dichosos aquellos siervos a los que al volver su amo los encuentre vigilando. Porque actuar como Dios espera no es cosa del último momento. No podemos pensar astutamente: "cuando prevea próximo mi final, entonces..., que aún soy muy joven..., y no debo preocuparme por el momento". El amor de Dios por los hombres se manifiesta de continuo: cada día de nuestra vida y durante generaciones con la humanidad. La vigilancia, pues, que nos pide Dios, es una actitud permanente –las veinticuatro horas del día– de atención a ese amor de Padre que nos dispensa. ¿No debemos acaso devolver amor por amor? ¿No es lógico, y propio de personas agradecidas que valoran los dones recibidos, intentar comportarnos como los mejores hijos con semejante Padre?

        Nuestra Madre Inmaculada, la mejor de las hijas de Dios, nos dará, si se lo pedimos, un corazón para amar a Dios a la medida del corazón de Jesucristo, su Hijo.