Día 6 Fiesta: La Transfiguración del Señor

        Evangelio: Lc 9, 28b-36 Se llevó con él a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a un monte para orar. Mientras él oraba, cambió el aspecto de su rostro, y su vestido se volvió blanco y muy brillante. En esto, dos hombres comenzaron a hablar con él: eran Moisés y Elías que, aparecidos en forma gloriosa, hablaban de la salida de Jesús que iba a cumplirse en Jerusalén. Pedro y los que estaban con él se encontraban rendidos por el sueño. Y al despertar, vieron su gloria y a los dos hombres que estaban a su lado. Cuando éstos se apartaron de él, le dijo Pedro a Jesús:
        —Maestro, qué bien estamos aquí; hagamos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías —pero no sabía lo que decía.
        Mientras así hablaba, se formó una nube y los cubrió con su sombra. Al entrar ellos en la nube, se atemorizaron. Y se oyó una voz desde la nube que decía:
        —Éste es mi Hijo, el elegido: escuchadle.
        Cuando sonó la voz, se quedó Jesús solo. Ellos guardaron silencio, y a nadie dijeron por entonces nada de lo que habían visto.

Una franca relación con Dios

Padre Pio (DVD)
Carlo Carlei

        Dios mismo mantiene una relación real con los hombres. La iniciativa es suya, como en la existencia la misma de la humanidad y, más en concreto, de cada uno de nosotros. Estas personas –sujetos individuales, inteligentes con capacidad de amar– que somos los humanos, hemos sido objeto de cierto "toque" divino. Para empezar, El quiso nuestra existencia –ninguno, por supuesto, hemos tenido semejante iniciativa–, pero no una existencia sin más, como lo que nosotros producimos y simplemente está ahí, sin decir nada ni pretender nada; los coches, por ejemplo. No somos las personas como los árboles, pongamos por caso, que son como los hombres obras del Creador y vendrían a ser respecto a Él en cierto sentido como los coches respecto a nosotros: tampoco los árboles le pueden decir nada ni sienten nada respecto a su Creador: no tienen conciencia de sí mismos y mucho menos de su Causa. Es patente, en cambio, que el hombre es un ser con conciencia: es consciente de sí mismo y se pregunta por su origen, por su Creador y por su destino.

        Pero los versículos de san Lucas que consideramos en la fiesa de la Transfiguración de Nuestro Señor, nos ponen de manifiesto –así lo ha previsto el Espíritu Santo, principal autor de la Escritura– que Dios ha querido convivir con los hombres, haciéndonos partícipes de su vida divina. Se narra en este pasaje que dos hombres hablaban como Jesús al margen, por completo, de los límites de tiempo: Moisés y Elías que, aparecidos en forma gloriosa, hablaban de la salida de Jesús que iba a cumplirse en Jerusalén. Debemos admirarnos –sin querer acostumbrarnos a esa admiración– al considerar que los hombres llegan a tener forma gloriosa, según se manifiesta en el relato evangélico. Dos personas, de sobra conocidas por todo israelita por su lealtad a Dios, aparecen en perfecta sintonía con la divinidad. Tratan con Jesús –el Verbo de Dios encarnado, no lo olvidemos ni por un instante– de asuntos relativos al plan redentor de Dios con la humanidad.

        Se hace necesario reconsiderar repetidamente esta verdad decisiva en nuestra existencia. Recordemos que, incluso aquellos discípulos de Jesús elegidos para acompañarle en aquel decisivo momento, Pedro, Juan y Santiago, al poco tiempo parecen haber olvidado el suceso del que fueron testigos. El ajetreo de lo cotidiano con sus afanes les lleva valorar poco el hecho de que Dios se interesa por los hombres. Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el Reino de Israel?, le preguntarán instantes antes de ascender a los cielos. No terminaban de comprender que ese Reino de Israel, tan importante para ellos, y todas las demás realidades de este mundo, no pasan de ser un medio: que lo que Él vino a establecer en el mundo y la empresa que les encomendaba difundir, era el Reino de Dios, el Reino de los Cielos, la Vida de Dios con los hombres: una vida humana a lo divino. Fue precisa la Pentecostés, para que la Gracia divina iluminara sus mentes y sus corazones y entendieran, por asombroso pareciera, que la vida humana puede y debe ser una vida con Dios, pues así lo querido nuestro Creador y Señor.

        ¿En qué se nota, en el quehacer cotidiano, esa dimensión propia y específica de nuestra existencia humana? No es lo nuestro casi únicamente esforzarnos en un intento porque transcurran nuestras jornadas cada día más gratamente, o con más influencia en nuestro entorno en un afán de autoafirmación, o simplemente más satisfechos de los logros conseguidos: no se trata de lograr esos objetivos, pues, tenemos la repetida experiencia de no ser felices únicamente con la satisfacción de nuestros afanes. En cambio, Pedro, junto a Santiago y Juan, tuvieron por un instante la experiencia incomparable de aquella vida enteramente sobrenatural, e intentó Pedro permanecer de modo definitivo en aquel estado que Dios quiso que apenas rozara: Maestro, qué bien estamos aquí; hagamos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Comprobó, en efecto, que el hombre está pensado para la vida en Dios: qué bien estamos aquí, declaró con toda su ingenua espontaneidad. Hasta entonces no se había sentido tan bien: aquello era, por el momento, un anticipo de la Eterna Bienaventuranza, para la que todos los hombres hemos sido creados.

        Ahora ya debemos conducirnos de acuerdo con esa vida, que es la propia y específica para nosotros, según nos ha revelado el mismo Dios haciéndose hombre. La Redención imprescindible de los pecados, con los medios sobrenaturales que nos conducen a esa Vida, nos llegan también de Jesucristo; concretamente de su Pasión y muerte en la Cruz, que es el precio de la Redención. ¿Vivimos de una vida sacramental, que nos nutre espiritualmente haciéndonos crecer en la vida divina? Los sacramentos, medios para antonomasia para la vida de Dios, son el fruto de la Cruz de Jesucristo. Sin ellos no puede el cristiano alcanzar la plenitud que le corresponde: si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. Así se expresa Nuestro Señor, de modo inequívoco, para que tuviéramos los hombres muy claro que no es la nuestra una existencia meramente terrenal, y que la Eucaristía, a la que conducen los demás sacramentos, es imprescindible para la salvación.

        La invocación frecuente a Nuestra Madre es medio que desarrolla la vida sobrenatural y manifestación de ella.