Novena a la Inmaculada Concepción

"La verdad de una entrega"

6 de diciembre, día septimo


Predica don Eduardo Terrasa

        Jesús, en la Última Cena, habla de cuerpo entregado y sangre derramada. Es la señal de su sacrificio, de su entrega a los hombres. Y así lo realiza en la Cruz. Parece que no está hablando del sacrificio in fieri, sino del resultado de ese sacrificio, de lo que queda después. Un cuerpo ya entregado (desfondado, destrozado) y una sangre derramada en el suelo.

        Cuando después de su Resurrección se aparece a sus apóstoles, hay algo que llama la atención de ellos: sus llagas. De hecho, el apóstol Tomás habla de ellas como señal de identidad: "si no toco sus llagas ...". Son sus credenciales, como le gustaba decir a san Josemaría. Pero ¿no resulta todo esto un poco masoquista y de mal gusto? Si su cuerpo ya está resucitado, ¿por qué las llagas? Las llagas nos hablan también de un resultado, de un cuerpo ya entregado definitivamente.

        Esto puede ser difícil de imaginar, pero de lo que nos habla todo esto es de la forma de existencia de Jesús: entregado, gastado, derramado. Ha dado la vida de una vez por todas, de una vez para siempre. Vive definitivamente entregado. Él se ha vuelto del revés, ha sacado todo lo que llevaba dentro para dárnoslo. Es como la madre que ya se ha gastado por sus hijos, y esto se ve en sus achaques irreversibles. Así de irreversible es la entrega de Jesús.

        Esta forma de existencia se caracteriza por la disponibilidad. La esencia de la entrega es esto: la disponibilidad total. Esto requiere vaciarse de uno mismo para que los demás encuentren en mí todo el espacio, que no haya nada incompatible, nada que choque, nada que se encuentre ocupado por un deseo o una pretensión mía. La disponibilidad es una de las cosas que más cuesta: creo que la que más. Jesús en la Cruz se vacía totalmente de sí mismo y se abre a nosotros de una manera radical. Así tiene espacio en Él para todos los hombres, todos encontramos un lugar único en su amor, y allí podemos vivir y respirar tranquilos, porque es lo más seguro que hay: nada nos puede echar de ahí, está a nuestra absoluta y total disposición.

        Durante el Adviento, nos preparemos para contemplar el misterio de la Encarnación, de que Dios se haya hecho carne. Suena fuerte esta expresión. San Juan dice que el Verbo se hace carne, y el Verbo es Palabra de Amor: esa palabra de amor que es Jesús se hace carne. Y es que el amor es así. No es algo meramente espiritual, etéreo, hecho sólo de palabras y de buenos deseos. Un amor que se conformara sólo con palabras, por muy bonitas y poéticas que fueran, sería un amor teórico. (como el que declara: yo por ti lo dejaría todo, pero a la hora de la verdad... tampoco hay que tomarse las cosas al pie de la letra). Para sentir de verdad el amor, para demostrar a los demás y demostrarme a mí mismo que ese amor es real, tengo que encarnarlo, concretarlo, para que se pueda tocar. Y para eso necesitamos un cuerpo.

        Yo puedo querer mucho a un amigo, sentir efluvios (amistosos) cada vez que le veo, y puedo declararle y declararle mi amistad de mil modos, pero a lo mejor luego no tengo tiempo para él, o estoy muy cansado como para ayudarle... "aunque él sabe que le quiero, ya se lo he dicho muchas veces": todo esto suena a falso, a deseos bonitos pero ineficaces, a excusas tranquilizadoras. Sin obras no hay amor.

        Lo que importa de verdad es el cansancio físico que siento cuando le estoy ayudando en su trabajo, o el tiempo concreto que estoy dedicando a charlar con él, o la paliza que me han dado por defenderle... Si no tuviera un cuerpo, todo eso no lo sentiría, no podría "sufrir" mi amor por él. El cuerpo hace real lo que siento. Sin cuerpo no hay amor. En el cuerpo brilla el amor, se concreta el cariño, se encarna lo que siento. En el cuerpo se realiza la entrega. Y no sólo se trata de lo que uno siente de amor gustoso en su cuerpo, sino también y sobre todo (porque lo excesivamente agradable a veces resulta engañoso) lo que uno siente de costoso y hasta de doloroso, el surco que deja en el propio cuerpo ese amor, el desgaste que produce en mi carne. Cuerpo entregado, sangre derramada. No hay amor sin Cruz. El insustituible valor cristiano de la Cruz.

        Amar a la familia es llegar cansado a casa (cansado de trabajar para sacar adelante a la familia) y sonreír y ponerse a servir cuando cuesta. Es alegrarse por el desgaste que todo eso supone (trabajar, dar a luz, noches en vela, paciencia, pérdida de independencia), porque todo esto quiere decir que les quiero, demuestra que les quiero. Mi amor es carne gastada, piernas cansadas, cabeza dolida, falta de tiempo para mí. Les quiero de verdad, y lo siento misteriosamente en ese dolor y en ese cansancio. Siento más amor ahí que en el placer y en el gusto. Y lo mismo con los amigos. Y en el trabajo de cada día.

        Entrega también en el trabajo. Cruz también en el trabajo, en la vida ordinaria de cada día. Hay dos afirmaciones de san Josemaría que son esenciales a la hora de entender su vida y su mensaje. Él afirmaba algo clave (que no era invento suyo, sino fruto de una especialísima luz de Dios): que debíamos santificar la vida ordinaria y que debíamos santificar nuestro trabajo. La primera afirmación contiene a la segunda. Santificar nuestra vida corriente, hecha en gran medida de trabajo ¿Y esto qué significa? Él lo expresa de una manera genial en una de sus homilías: "Hacedlo todo por Amor y libremente; no deis nunca paso al miedo o a la rutina: servid a nuestro Padre Dios".

        Son muy profundas estas palabras. Nos invitan a trabajar con libertad, no por miedo (miedo al jefe, miedo al qué dirán), o por vanidad, o por egoísmo o codicia. Ni tampoco por inercia, porque no nos queda más remedio, por pura rutina (él huía de la rutina, no la entendía). Todo esto supone trabajar sin libertad, no ser nosotros mismos en el trabajo. ¿Y cómo superar los miedos y los egoísmos? Trabajando por amor. Trabajar amando, y amar trabajando. El motivo de nuestro trabajo, el amor, se traduce en el modo de trabajar, amando. Se trata de servir. Éste es el ideal del que nos hablan estas palabras. Servir a Dios y a los hombres, a nuestros compañeros, a toda la sociedad en la que vivimos.

        Pensemos en nuestro trabajo universitario. Y en nuestro estudio, en para qué tipo de trabajo te estás preparando (ya que como entiendas hoy tu estudio, así entenderás mañana tu trabajo profesional). ¿Amamos? Y amar es servir. Es comprender el cansancio de los demás; es pensar bien mientras no haya evidencia en contra; es enseñar a trabajar (y no sólo exigir resultados); es ayudar a los demás a terminar su trabajo sin que se den cuenta, como algo natural; es apoyar, es disculpar, es animar; es saber cuándo se puede echar una bronca y cuándo no; es llevar nuestro buen humor a ese ambiente de trabajo; es procurar llevar la luz y el amor de Cristo a nuestros compañeros, con sencillez y naturalidad. De todo esto hablaba san Josemaría.

        Es preocuparnos por cómo viven los demás, qué necesidades tienen: no podemos ser extraños que coinciden en un lugar de trabajo, que sólo se ven unos a otros como profesionales. Es preocuparnos por conocer y resolver sus problemas. Es meternos con cariño y respeto en la vida de los demás. Si no, estaremos trabajando como alguien que no santifica su trabajo.

        Santificar el trabajo no se consigue sólo con la perfección del trabajo bien hecho, con la eficacia en el producto terminado, con los resultados (así trabaja también uno que sólo se busca a sí mismo en el trabajo). No. Santificar el trabajo es contribuir a la felicidad de los demás con nuestro trabajo, trabajando, por el modo en que trabajamos. Superando las envidias que a veces sentimos, las comparaciones malas, los juicios críticos que nos vienen a la mente, superando la murmuración, las susceptibilidades que nos entran, no yendo sólo a lo nuestro, a lo que tenemos que hacer y nada más, no queriendo defender siempre mis derechos. Superando las prisas, que tantas veces no nos permiten enterarnos de lo que les pasa a los demás (tenemos tantas cosas que hacer, tantas cosas en la cabeza... San Josemaría siempre se detenía con cada persona, como si tuviera todo el tiempo del mundo parea ella): hay que saber detenerse cuando hay que detenerse. Superando también ese cansancio humano que se nos mete, ese derrotismo que nos lleva a pensar que lo que hacemos no vale la pena, que a nadie le importa: claro que vale la pena, claro que importa, le importa a Dios.

        Esto es trabajar amando. Y añade en la misma homilía: "En cada una de tus actividades, porque cuentas con la fortaleza de Dios, has de portarte como quien se mueve exclusivamente por Amor. (...) Y comprobarás -precisamente porque amas, aunque saborees la amargura de la incomprensión, de la injusticia, del desagradecimiento y aun del mismo fracaso humano- las maravillas que produce tu trabajo. ¡Frutos sabrosos, semilla de eternidad!" Palabras consoladoras. Servir, estar disponibles para los demás, como Cristo. Ser pan para los demás, como lo es Jesús. Y sin depender del agradecimiento, del reconocimiento. Como Jesús. Gastarse, desvivirse, pero no como un codicioso que ha convertido su trabajo en el sentido de su vida, sino como el que sabe que lo suyo es servir a Dios y a los demás con lo único que tiene: con el desgaste de su cuerpo, con su tiempo, con su cansancio, con su trabajo. Cuerpo entregado, sangre derramada.

        El Fundador de la Universidad era muy optimista sobre el poder transformador del trabajo cristiano, hecho por amor. Él creía que el trabajo así hecho era capaz de cambiar el mundo, el tono de las relaciones sociales, laborales, familiares. Era capaz de poner ese Amor de Jesús en las entrañas del mundo, de las actividades humanas. Utilizaba dos expresiones: "poner a Cristo en la cumbre", y "poner a Cristo en las entrañas" de esas actividades. Ambas cosas son lo mismo. Lo uno debe llevar a lo otro. No se trata sólo de trabajar por Cristo: es trabajar con Cristo, y por eso trabajar con amor.

        ¿Cómo era la vida ordinaria de la Virgen? ¿Su trabajo? El Evangelio no nos dice nada. Pero hay un dato que parece significativo (así lo veía también san Josemaría). En la Pasión, los soldados deciden echar suertes sobre la túnica de Jesús porque era sin costuras. Una túnica sin costuras, de una pieza, era algo poco frecuente y muy caro. Algunos comentan que se la habría regalado alguna persona rica por agradecimiento. Tal vez Zaqueo (que parece rico: doy la mitad de mis bienes a los pobres y si a alguien he defraudado le doy cuatro veces más: eso sólo lo puede decir un rico, o uno de Bilbao). Pero cuando a Jesús le regalaban algo, Él lo entregaba para darlo a los pobres. Esa era la costumbre. Luego no podía ser un regalo. Salvo que fuera de su madre. Tuvo que aprender, practicar, hacer varios intentos, hasta que consiguió una túnica perfecta para su hijo. Eso es amar trabajando.