Novena a la Inmaculada Concepción

"Ha venido Dios"

3 de diciembre, día cuarto


Predica don Eduardo Terrasa

        Vamos a mirar a Jesús. Ayer comenzamos el Adviento. Nos preparamos para la venida del Hijo de Dios. ¿Qué significa esa venida?

        El ángel Gabriel, al comunicarle a la Virgen el mensaje que traía de parte de Dios, le dice: el Señor es contigo. ¿Qué significaron esas palabras en el corazón de María? Mucho más de lo que podían significar hasta ese momento. Ella ya sabía, por su fe, que Dios siempre estaba con ella, que era su Padre. Pero a partir de ese momento Dios iba a ser también su Hijo. Iba a estar con ella como un hijo está con su madre. Cuando el Verbo fue concebido en el seno virginal de María, Dios estaba físicamente con ella, en ella. Lo llevaba con ella a todos los sitios donde ella iba. Y le hablaría, e iría sintiendo su peso, y se reiría con sus movimientos. Dios la acompañaba siempre, como un hijo.

        Si un amigo que está en Australia nos llama y nos dice que viene a vernos, sólo para estar con nosotros unos días, su visita resulta más real, más auténtica, más intensa su presencia. No es lo mismo que si alguien llama al portero eléctrico y nos dice: "pasaba por aquí y se me ocurrió que a lo mejor estabas en casa". Cuanto mayor sea la distancia recorrida, el esfuerzo, más sincera es la amistad. ¡Qué no haríamos por estar cerca de las personas que más queremos! Nos gustaría haber cruzado todo un mar, o toda una cordillera, o un desierto, para poder decir de verdad: ¡estoy contigo! Para que no pareciera que estoy con esa persona querida sólo porque no tengo otra cosa que hacer, o porque me resulta fácil: nada (ni toda el agua del mar, ni los hielos, ni la arena) me puede separar de ti.

        Eso fue lo que hizo Jesús. Te hiciste hombre y empezaste desde el principio –nueve meses en el vientre de tu madre, naciste niño pobre en un pesebre: esa fue la señal–: no quisiste saltarte ningún paso. Recorrió toda la distancia que existe: desde la divinidad a la humanidad: Siendo de condición divina se despojó de su rango, y se hizo hombre.

        Para sentirnos cerca de un amigo, para no sentirnos solos, necesitamos que el amigo se meta en nuestro pellejo, y meternos nosotros en el suyo. Aunque muchas veces no lo conseguimos: hay un punto en el que el amigo no nos sigue, sigue su camino, no nos entiende hasta el final. Incluso en el amor humano, hasta en los más profundos, llega un momento en el que pensamos que no nos ha entendido esa persona, que se ha ido por otro lugar. Pues Jesús sí ha querido meterse de verdad en nuestro pellejo, en nuestro pellejo humano.

        Creció, aprendió a ser hombre, vivió una vida plenamente humana, se entregó a los demás; quiso cargar con nuestro destino humano, es más, se identificó con él: quiso tener un cuerpo humano, con todas sus limitaciones: cansancio, hambre, sed... Cargó también con todo el egoísmo, la frialdad, la incomprensión y el odio con que pueda encontrarse uno en la vida: no le entendieron, le llamaron blasfemo, sufrió la traición, y se dejó maltratar y torturar y matar en una cruz. Incluso quiso experimentar lo que era la derrota y el abandono, Dios mío, por qué me has abandonado, esas palabras misteriosas y terribles que dijo Jesús en la Cruz, esa oración del que se siente solo, que siente que Dios le ha abandonado. O ese por qué del huerto de los Olivos: Padre, si es posible que pase de mí este cáliz.

        Y todo esto, Jesús, sólo para estar lo más cerca de mí que te fuera posible. Parece que querías superar todas las distancias –caminar el mundo entero– para notar tú y para que notara yo que estás del todo conmigo. Por eso, desde entonces el ser humano no le puede decir a Dios "tú no me entiendes, porque no sabes lo que es pasar por esto, ni mi cansancio, ni mi desaliento, ni mi debilidad": Dios sí que lo entiende, lo ha querido experimentar de verdad, nada de lo mío le es ajeno. Es el Dios compañero. Así lo llama Isaías. Así lo llama el ángel al hacerle el anuncio a san José. Así quiere ser llamado Él: el Emmanuel, el Dios con nosotros, el Dios compañero.

        Y esta cercanía de Jesús es una cercanía amiga. No es un juez, es un amigo. No está vigilando, sino acompañando. Cuando estamos tristes, Él nos acompaña en esa tristeza. Cuando estamos alegres, nos acompaña en esa alegría. Podemos decir, sin temor a exagerar, que llora con nuestras mismas lágrimas, que ríe con nuestra risa, que se ilusiona con nuestras ilusiones. San Josemaría utilizaba una expresión audaz para significar esto: decía que cada uno somos el mismo Cristo, y que veía correr la sangre de Cristo por nuestras venas.

        Es más, hasta cuando nos alejamos de Dios, cuando nos encerramos en nosotros mismos y no queremos escucharle ni hacerle caso, cuando pecamos, Él sigue con nosotros. ¿Cómo? ¿Cómo puede acompañarnos en el pecado, si Él es la inocencia? Nos acompaña sufriendo, doliéndole. Le dolemos, pero no nos suelta, no nos deja solos con nuestra desgracia. Podría soltarnos, como cuando nosotros soltamos a alguien que nos está dando demasiadas preocupaciones, o demasiadas ofensas, porque ya nos cansa, porque no nos compensa. Pues Él no nos suelta nunca, por mucho que le golpeemos, está con nosotros hasta el final, hasta la muerte, y muerte de Cruz.

        Pero esa cercanía de Jesús es tan buena, que no se nota, no se hace notar. Cuando tenemos a un amigo siempre al lado, siempre disponible, tendemos a no valorarlo. Jesús es como si se escondiera. Se hace pequeño. Es Dios hecho niño, hecho pan, oculto en el sagrario. Escondido, humilde, esperando, al alcance de la mano. Esa es su manera de ser. ¡Qué poco te quejas cuando nadie va a verte, cuando te arrinconamos y no te hacemos caso! ¡Qué poco reclamas –con gritos y reproches– nuestro amor! Simplemente estás ahí, para cuando el hombre se acuerde, o te necesite, para cuando tenga hambre de ti.

        El amor de Jesús sí que es auténtico. Porque ama y actúa como ama, realiza las obras del amor sin más, sin darle vueltas, sin excusas. Su amor es lo que mueve todos los engranajes de su vida. Se entrega hasta el final: ahí me tenéis, como un niño, haced conmigo lo que queráis. Se abandona y se pierde en nuestros brazos. No se defiende, no se pone a salvo. Aquí está el motivo suficiente para creer en Él, y para creer hasta el final.

        San Josemaría comentaba que para entender el amor de Jesús, para poder medir ese amor, lo primero que hay que comprender es que su amor no tiene medida, que rompe todos los moldes. Y afirmaba: "Si buscáis a María, encontraréis a Jesús. Y aprenderéis a entender un poco lo que hay en ese corazón de Dios que se anonada, que renuncia a manifestar su poder y su majestad, para presentarse en forma de esclavo". A Mons. Escrivá le enamoraba esa humanidad humilde de Jesús, cuando tenía sed, o estaba cansado, o se entusiasmaba con las cosas de sus hermanos los hombres. Y le trataba como un enamorado, con todo el calor y la fuerza de su corazón. Y añadía: "Hablando a lo humano, podríamos decir que Dios se excede, pues no se limita a lo que sería esencial o imprescindible para salvarnos, sino que va más allá. La única norma o medida que nos permite comprender de algún modo esa manera de obrar de Dios es darnos cuenta de que carece de medida: ver que nace de la locura de amor, que le lleva a tomar nuestra carne y a cargar con el peso de nuestros pecados". Eso es el amor verdadero, auténtico.

        Así debería ser también nuestra vida. Pero creo que nos falta fe y nos sobra comodidad. Según dicen los teóricos de la organización empresarial, cuando en una maquinaria un engranaje no mueve a ningún otro, es que sobra, resulta simplemente decorativo. A veces me pregunto si a nuestra fe a veces no le sucederá lo mismo: no mueve los engranajes de nuestra vida, o sólo algunos, o no siempre. A veces la arrinconamos, la desconectamos (como quien desconecta el teléfono para que no moleste). A veces sólo nos sirve para llevarnos a misa los domingos (o todos los días, lo mismo da), para hacer alguna obra de caridad, y algunas otras cosas más. Pero no se puede decir que Jesús esté en el centro de nuestra vida, que mueva toda nuestra vida, como puede estar moviendo la vida de un misionero en mitad de la jungla, aunque no seamos misioneros ni estemos en mitad de una jungla, eso es lo de menos.

        (Cuántas veces somos cobardes, o al menos comodones. Te tenemos miedo. A ti, que eres lo más bueno e inofensivo que hay, que sólo buscas nuestro bien, tanto que a ti mismo ni siquiera te tienes en cuenta. Algún día nos daremos cuenta de que para ser de verdad felices, para ser nosotros mismos, para comprender toda la hondura de nuestros amores y de nuestra vida, no tenemos más remedio que perdernos en tus brazos, que quedarnos confiadamente dormidos en ti).

        Dios está totalmente de nuestra parte. En nadie podríamos confiar más, con mayor seguridad. Si nos tocara una tómbola celestial, elige tu destino, aquí está el catálogo; si fuéramos sensatos, diríamos "que elija Dios: Él me conoce más que yo a mí mismo, Él me quiere más que yo a mí mismo, Él es mi amigo".

        Cuando el señor pronunció el discurso en el que anunciaba la Eucaristía, en Cafarnaún, todos se escandalizaron. ¡Ala! Cuando eso llegara a oídos de la Virgen, le habrá dado un vuelco el corazón: ¿qué irá a hacer mi hijo? Porque ella conocía muy bien el corazón de Jesús, y sabía hasta dónde llegaban las locuras de ese corazón. Por eso, cuando el Señor instituyó la Eucaristía en la Última Cena, y luego, cuando los Apóstoles comenzaron a celebrar con torpeza las primeras misas... dice una tradición que la Virgen recibió la comunión. Pues a Ella la habrá pasado como a esas madres que reconocen a su hijo en un gesto, o en una reacción: "éste es mi hijo", dicen. Pues a la Virgen le pasará eso: "éste es mi hijo, así es mi hijo, así es el amor de Jesús". Vamos a pedirle que nosotros sepamos reconocer y valorar este amor increíble de Jesús.