Novena a la Inmaculada Concepción

"De verdad hijos de Dios"

1 de diciembre, día segundo


Predica don Eduardo Terrasa

        Ayer hablamos de fe, de creer de verdad en Dios. Como la Virgen, con toda esa inocencia de la Virgen. Pero para creer, primero nos tienen que dar confianza, tienen que ganarse nuestra confianza. Es lógico. ¿Qué ha hecho Dios para ganársela?

        La gran novedad que nos trajo Jesús a la tierra, el mensaje que traía de parte de Dios, fue que Dios es padre. A Jesús le costó muy caro, la vida, llamar así a Dios. Los judíos querían prenderlo y matarlo porque se creía hijo de Dios. Pero claro, si uno lee el Antiguo Testamento, descubre que el pueblo de Israel se creía hijo de Dios. Entonces ¿por qué se escandalizaron tanto? Sencillamente porque Jesús no le llamaba padre, sino Abba, en arameo, que era la forma en que los niños llamaban a su padre: papá. Y esto era tomarse demasiadas confianzas con Dios, era llamar a Dios mi papá, era como tomar posesión de Dios.

        Nos viene muy bien pensar en esta paternidad de Dios. De hecho, María, antes que Madre de Dios Hijo y Esposa de Dios Espíritu Santo, es Hija de Dios Padre. Primero fue hija, la hija. Preguntémosle a Ella: Madre mía, ¿qué significa que Dios sea Padre?

        La paternidad de Dios es muy superior a todas las paternidades de la tierra. Los padres humanos son padres, y pueden llegar a ser buenísimos padres, pero la paternidad no agota su existencia, porque además de padres son otras cosas: esposos, amigos, trabajadores... Si fracasan en su paternidad (porque todos sus hijos les han salido rana: tendrían que estar en la cárcel), pueden refugiarse en los otros aspectos de su vida (pero he sido buen esposo, buen amigo, he trabajado bien). Sin embargo, Dios Padre sólo sabe ser padre, todo su ser divino se concentra en ser padre de su hijo. Nos lo dice la fe: Dios Padre es paternidad en estado puro. Y así se vuelca completamente en su Hijo, le da todo lo que tiene, no se reserva ni un segundo de eternidad ni un gramo de divinidad: por eso el Hijo es idéntico al Padre (si no le hubiera dado todo su Padre, si el Padre se hubiera reservado algo, sería menor que el Padre). El amor del Padre es tan conmovedor que todas las otras historias de amor palidecen: disfrutaremos de ella en el cielo. Por eso Jesús le trata con tanta confianza: es verdaderamente su padre.

        Pero Jesús no reserva para sí este privilegio. Cuando los apóstoles le piden que les enseñe a rezar como reza él, con esa confianza, Jesús les dice: "Cuando recéis, tenéis que decir: Papá…". ¡En el Padrenuestro, Jesús dijo papá! Porque todo ese amor de Dios padre se vuelca también en nosotros de verdad. No somos hijos de mentira, como si sólo fuera una fórmula, una palabra sin más. Somos hijos de verdad, somos hijos de Dios. Como afirmaba san Josemaría: "Piénsalo bien: tú eres de Dios y Dios es tuyo". Dios se vuelca con cada uno de nosotros, se da, se vacía: lo tenemos pillado, absolutamente pillado. Y Dios sólo sabe tener hijos únicos, porque desde toda la eternidad ha tenido un Único Hijo, no conoce otro tipo de relación: nos quiere a cada uno con todo su amor de Padre, gasta en cada uno de nosotros todo su amor de Padre.

        De hecho, sabemos que "Tanto amó Dios al mundo, que nos dio a su único hijo". Eso dice san Juan. Y nos lo entregó hasta el final, aunque ese final fuera que lo matáramos en una cruz. Y a un padre como Dios, tan padrazo, le debió costar infinito desprenderse así de su propio hijo. Entregar a su hijo era mucho más costoso para él que entregarse a sí mismo. Entregar a su hijo era como entregarse doblemente él, como entregar lo único valioso que tenía y que era. Pero nos lo entregó. Lo entregó por cada uno de nosotros, nos puso a la altura del amor que sentía por su hijo. Nos hizo plenamente hijos, nos trató de verdad como hijos, nos ganó como hijos. Esto no lo podemos olvidar nunca, no podemos darle la espalda a este amor. Como se reprochaba san Josemaría: Dios mío, saber que me quieres tanto y no me he vuelto loco.

        Y Jesús, para mostrarnos qué tal padre es Dios, nos dejó su mejor parábola, una parábola genial. La del hijo pródigo. Cuando el hijo de la parábola decide marcharse porque ya estaba cansado de vivir junto a su padre, y pide su parte de la herencia (es fuerte: "dame lo que me vas a dar cuando te mueras"), el padre va y se la da: eso no lo hace nadie (te vas a enterar de lo que te corresponde). Respeta su libertad, nos da la libertad con la que podemos rechazarle. Nos quiere de una manera muy especial: no nos quita la libertad ni la vida aunque la estemos malgastando, como el hijo pródigo.

        Y cuando regresa el hijo pródigo (por hambre, vivía peor que los cerdos, cosa muy humillante para un judío), con su discursito bien preparado ("Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo. Trátame como al último de tus jornaleros"), después de todo el desprecio que supuso su actitud, después de todo lo que ese padre habrá llorado y se habrá atormentado, va y le acoge como si nada hubiera pasado. Antes de que le pida perdón, ya sale corriendo y se echa a su cuello y le cubre de besos. No está resentido (que es lo lógico después de haber sufrido mucho, estar muy dolido, a la defensiva, no querer sufrir más), no le espera a que llegue, "a ver a qué viene, que querrá ahora". No, sale a su encuentro corriendo.

        Y cuando el hijo empieza su discurso (tal vez abrumado por el recibimiento), el padre lo interrumpe, pero no con una ironía incrédula ("claro, cuando has sentido hambre" o "a ver cuánto te dura el propósito"), ni con reproches ("lo que me has hecho sufrir": siempre cuando alguien nos hiere le hacemos notar lo que nos ha herido), sin lecciones morales o moralejas ("¿ves lo que pasa cuando uno abandona a su padre"), sin hacerte desear ("bueno, ya veremos"). Todo esto sería lo más natural. No se fija en todo lo que le ha hecho sufrir, ni en sus derechos de padre pisoteados, lo olvida enseguida, se olvida de sí mismo. Lo único que le importa es que su hijo que se había perdido, ha sido encontrado, lo único que cuenta es que ha regresado y está a salvo. No se fija en sí mismo, lo quiere y nada más. El amor de Dios padre no retrocede, no se detiene para calcular gastos, no se queda con la mala experiencia pasada, no se resiente nunca. Es directo como un disparo, es la generosidad más pura. Casi parece tonto. Tira la casa por la ventana... por segunda vez.

        Es lógica la reacción del hijo mayor: "yo siempre estoy contigo y parece que no me haces tanto caso. En cambio a este…". Y el padre de la parábola no se enfada con ese hijo mayor, sólo le pide que le entienda como padre, que comprenda lo que pasa en su corazón: "¡es que este es mi hijo, que estaba muerto y ha vuelto a la vida! No lo puedo evitar: es que soy padre". Su amor es tan grande, tan paternal, que se fija sólo en el bien de sus hijos. Y por eso es un amor tan desprotegido: parece un amor que se despeña a sí mismo. Es tan padre que siempre le vence su amor.

        Hay una palabras del profeta Isaías, puestas en la boca de Dios y dirigidas al hombre, que son increíblemente directas y que nos revelan ese amor de padre. "Yo habitaré en ti, porque te he elegido; tú serás mi reposo por toda la eternidad. Y como se alegran el esposo y la esposa, así se alegrará contigo tu Dios" (Isaías, LXII, 5). "Un nuevo nombre te será dado, que pronunciará la boca del Señor. Tú serás llamada "mi querer", ya que me complazco en ti" (Isaías LXII, 4). No dice mi querida, sino mi querer, como no decimos mi amada, sino mi amor: hace referencia a lo más entrañable, y por eso se identifica con la misma fuente de nuestro querer y de nuestro amor. Así nos quiere Dios a cada uno.

        Y así tenemos que tratarle, con esa confianza y sencillez y cercanía. Cuando nos sintamos pobretones y mezquinos, necesitamos empezar a repetir "papá, papá, papá…", hasta que la fuerza de esta palabra nos cale en lo más hondo. Porque hace falta mucha sinceridad para decirla de verdad; no se puede decir "papá" y luego no ser auténtico, o ser egoísta, o no querer de verdad a los demás, o no hacerle caso a nuestro padre Dios hasta el final aunque cueste… Es una palabra que pide una increíble sinceridad, una transparencia absoluta: uno se queda desnudo cuando la pronuncia con todo el corazón. (Y, a la vez, es una palabra que crea esa sinceridad, que despierta esa confianza, que te desnuda: es una palabra que tiene poder, todo el poder del amor de un padre genial).

        A san Josemaría le conmovía especialmente esta parábola, y hacía muchas veces de hijo pródigo, para sentirse querido y perdonado por Dios. Y el saber que era hijo de Dios era lo que le daba la alegría y la fuerza para vivir. Una vez, viajando en un tranvía por Madrid, recibió una luz especial de Dios que le hizo paladear esta realidad de una manera muy viva. Él lo describe así: "Sentí la acción del Señor, que hacía germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta tierna invocación: Abba! Estaba yo en la calle, en un tranvía. Probablemente hice esa oración en voz alta. Y anduve por las calles de Madrid, quizá una hora, quizá dos, no lo sabría decir, el tiempo se pasó sin notarlo. Me debieron tomar por un loco. Estuve contemplando con luces que no eran mías esa asombrosa verdad, que quedó encendida como una brasa en mi alma, para no apagarse nunca". Esto es lo que explica la confianza con la que vivió Mons. Escrivá; la fuerza de su vida, que le llevó a emprender cosas tan grandes en favor de los hombres.

        Miremos de nuevo a nuestra Madre. Había algo que estaba profundamente arraigado en el corazón de María, que es lo que explica toda su fe y su confianza. La Virgen veía en Dios a un Padre, a un padre entrañable. Ella se sabía hija querida de una manera muy particular. La vida de María tenía una profundidad insospechada. Su oración no era como la de los demás. Trataba a Dios con una cercanía y una confianza jamás experimentada. Ella sabía que su oración era escuchada con una especial prontitud; en muchas ocasiones, ante un problema de los demás, no suyo, se habrá puesto de rodillas y habrá hablado en serio -cara a cara- con su padre Dios, y todo se habría arreglado de inmediato. Algo le decía que Dios la había escuchado precisamente a ella, que lo había hecho por ella.

        La Virgen vería todo lo que le ocurría, lo grande y lo pequeño, como venido directamente de las manos de Dios. Ese amanecer que tanto le gustaba, el canto de aquel pájaro, las personas que iba conociendo y se iban metiendo en su vida... Por todo daba gracias. También por lo que parecía una contradicción: eran caricias de su padre para que fuera aprendiendo a tener paciencia. Este estado de ánimo es lo que se desprende del Magníficat, es lo que explica esa voz exultante y humilde a la vez, llena de cariño y de confianza, de ingenuidad y de sabiduría.

        Pero la Virgen, a la vez, era consciente de lo alejados que estaban los hombres de Dios. Por eso, a veces su rostro se ensombrecía. La aldea entera notaría estos cambios de humor. Pero cuando le preguntaban "¿qué te pasa?", ella callaba, o contestaba con un evasivo "nada, ya se me pasará". Porque le parecía que nadie la podría entender. Sufría por su padre Dios, por lo abandonado y solo que estaba. Y por la rudeza de los hombres, con sus egoísmos, sus injusticias, sus crueldades, sus envidias, sus incomprensiones. Y ella era muy sensible a esto: la frialdad de unos con otros le dolía como una quemadura. Su pureza, su deseo de mirar siempre el lado bueno de las personas, su candor, su capacidad de querer y de compadecerse, la hacían demasiado vulnerable. Y no sabía qué hacer.

        El Mesías tenía que venir. Las Escrituras decían que él lo arreglaría todo. Y ella rezaba por ese Mesías. Todas las mujeres de Israel suspiraban por ser ascendientes del Mesías; por eso, no tener hijos era considerado como una maldición. Y una noche de esas tristes, mientras intentaba consolar a su padre Dios, le salió del alma un deseo y un propósito lleno de ardor y de ingenuidad: iba a ofrecer su virginidad a su padre, iba a entregar su vida a Dios, para que su oración por el Mesías también se cumpliera ya. Al día siguiente, cuando despertó y recordó su promesa, fue consciente de todos los problemas que eso traería consigo (era rarísimo que una mujer eligiera la virginidad como modo de vida, que no formara una familia: ¿cómo se lo explicaría a sus padres cuando surgiera un pretendiente?, y ¿quién la iba a mantener cuando murieran sus padres?). Pero a ella todo esto le parecía muy sencillo: sólo quería hacerle compañía a su solitario padre. A pesar de estas incertidumbres, la decisión permaneció firme en ella, como una isla en alta mar: ya se las arreglaría sola.

        Ahora ya no se pondría tan triste como antes, algo había cambiado. Ella no sería ya una ascendiente del Mesías, y tal vez la esperaba una gran soledad en esta tierra, pero ahora sabía que con su vida podía consolar a su padre Dios, que podía acompañarle de verdad, físicamente. Viviría como esas plantas de alta montaña que ella admiraba por sus colores: sola, a la intemperie, recia y fuerte, escondida, pero bien arraigada en la roca del amor de Dios. Y además sabía que, después de su ofrecimiento, el Mesías tenía que estar al caer en alguna parte.

        Y terminamos con unas palabras de san Josemaría: Porque esto es lo que explica la vida de María: su amor. Un amor llevado hasta el extremo, hasta el olvido completo de sí misma, contenta de estar allí, donde la quiera Dios.