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Celebramos
la fiesta de la Virgen del Pilar, y tomamos ocasión de los
versículos de san Lucas que nos ofrece la Liturgia de la Iglesia,
en la Misa de esta fiesta, para meditar en la singular alabanza que
Jesús hace de su Madre. Pues, aunque pareciera que Nuestro
Señor rectifica a la mujer que desea proclamar de modo expreso
y públicamente la excelencia de María, el Señor
más bien declara del mejor modo posible, por cierto
la razón profunda por la que Ella, su Madre, merece, antes
que ninguna otra persona, esa alabanza.
No
es su maternidad, en el sentido biológico de la expresión
el vientre que te llevó y los pechos
que te criaron, tal como expresa la mujer del pueblo,
la razón profunda de la excelencia de la Madre de Dios. Sin
duda, el cuerpo de María ha sido el más perfecto de
los cuerpos humanos, después del de su divino Hijo. Pero la
maravilla de María está ante todo en su espíritu,
pues no es lo corporal lo que caracteriza de modo específico
al ser humano. Siendo María toda la hermosura y plenitud física
que puede ser pensada en una mujer, sin embargo, si es en verdad la
bendita entre todas mujeres, según
proclama de ella Isabel, su prima, se debe a que es la llena
de Gracia, en palabras de Gabriel.
La
Gracia de Dios, que Santa María tiene en plenitud, supone una
sintonía con el Creador máxima en Nuestra Madre: la
mayor identificación y unión con Dios que es posible
en una criatura. Santa María debe su excelencia, no tanto a
lo que podríamos decir tiene como propio de Ella
misma. Cualquier cualidad personal de María, siendo humana,
y corporal en este caso, posee un valor necesariamente relativo por
ser criatura. La Madre de Dios es ciertamente maravillosa sobre todo
en su alma: su ser está en todo momento en máxima sintonía
con Dios. Su entendimiento, su imaginación, su memoria, sus
afectos, sus ilusiones, todo su esfuerzo; en suma, toda su capacidad
de pensar y de amar, se dirige de continuo a Él. Lo demás
lo que no es Dios, siendo efecto de la creación,
María lo contempla como realidades que manifiestan la gloria
divina y, en el caso de las personas, como criaturas con capacidad
de darle gloria en el ejercicio de su libertad. Las cosas, en sentido
estricto, propiamente no pueden ser buenas o malas, ya que no tienen
capacidad moral al no ser libres; las personas, en cambio, nos definimos
respecto a Dios en cada momento por nuestras acciones libres. Según
sea nuestra actitud respecto a Dios, somos buenos o malos.
La
alabanza de Jesús corresponde, por tanto, antes que nada a
su Madre. Bienaventurados más bien los
que escuchan la palabra de Dios y la guardan, dice el Señor.
María "escuchaba" de continuo la voz de su Creador.
A cada paso se le manifiesta su querer nítidamente, porque
no tiene más interés que descubrir la voluntad de Dios
para sí misma, para el mundo, para los hombres. Su exquisita
sensibilidad sobrenatural, siendo la llena de
Gracia, le hace captar ante todo lo que Dios espera en cada
instante: en aquello que le afecta personalmente de modo directo,
y en las otras situaciones del mundo de las que tiene noticia. María
es la que escucha a Dios por antonomasia. La que descubre el querer
divino siempre amoroso por lo demás para cada instante:
nada la distrae de Dios y así puede agradarle en todo, mientras
nos esforzamos, con renovado tesón, en el trabajo fue implantado
el Reinado de Dios en el mundo.
Haber
descubierto la Voluntad de Dios, de nuestro Creador y Señor,
reclama del hombre un empeño por identificarse con esa Voluntad
con todas las fuerzas. Nada de lo que reconocemos como querer divino
nos debe resultar indiferente. El buen cristiano vibra en deseos de
ver establecida la voluntad divina por todas partes: hágase
tu Voluntad en la tierra como en el cielo, rezamos muy frecuentemente.
Nos consume esa impaciencia, mientras vemos que no son las cosas a
nuestro alrededor como las quiere Dios. Y pedimos perdón por
los que no saben valorar ese Señorío y Amor divinos
que debe establecerse de modo universal.
Sabemos
por la fe que el destino del mundo es inseparable de un triunfo clamoroso
y glorioso de Dios ante toda la creación. Diríamos,
entonces, que la Voluntad de Dios está llamada a triunfar indudablemente:
es omnipotente, como Dios mismo. Por otra parte y en otro sentido,
la Voluntad de Dios ha quedado encomendada, en algunos aspectos, como
una tarea para el hombre. Decimos, por esto, que debemos cumplir la
Voluntad de Dios. Ya que gozamos de capacidad de opción en
tantas manifestaciones del comportamiento humano, debemos configurar
nuestra vida entendida como tarea que vamos actualizando segundo
a segundo con ese querer divino que podemos descubrir. También
a cada paso, levantando los ojos del espíritu hacia Dios, descubrimos
lo que espera Nuestro Señor de nosotros hoy y ahora, lo que
más le agrada entre las varias opciones que se nos presentan.
Amarle consiste, desde luego, en escoger aquello que nos "pide",
aunque tal vez nos pueda costar, no sea lo más fácil
o lo que más apetece.
Si
en María nada distrae de Dios su entendimiento; si, persuadida
de su pequeñez y de la grandeza de su Creador, únicamente
piensa en Él, y en el mundo que debe manifestar su gloria,
de modo particular en la vida de los hombres; de modo semejante sucede
con su voluntad. La Madre de Dios es, asimismo, la que guarda
por antonomasia la divina palabra, la Voluntad de Dios. He
aquí la esclava del Señor, declaró ante
el arcángel, manifestando así lo que sería el
programa de su completa existencia. La vida de María se consuma,
pues, plenamente en la condición que su divino Hijo exige a
los Bienaventurados, que escuchan la palabra
de Dios y la guardan.
Sigamos
el consejo de san Josemaría: Invoca a
la Santísima Virgen; no dejes de pedirle que se muestre siempre
madre tuya: "monstra te esse Matrem!", y que te alcance,
con la gracia de su Hijo, claridad de buena doctrina en la inteligencia,
y amor y pureza en el corazón, con el fin de que sepas ir a
Dios y llevarle muchas almas.
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