La victoria del dolor

Ana Sastre Gallego. Nuestro Tiempo, Diciembre, 2001
Una Empresa que comienza sostenida por el dolor

"Hace diez años –escribe la autora, doctora en Medicina– tuve el privilegio de publicar una semblanza sobre el Fundador del Opus Dei. Al cumplirse ahora los cien años de su nacimiento, recuerdo, con toda seguridad, que uno de los mayores impactos que recibí en mi peregrinante búsqueda de datos para escribir Tiempo de caminar, tuvo lugar en las reiteradas visitas a los hospitales que Josemaría Escrivá frecuentó en los años previos a la guerra civil española (1931-1936). Y, sobre todo, en las conversaciones mantenidas con testigos presenciales de aquellos acontecimientos".

La aventura de aquel libro empezó con el deseo inicial de conocer la tarea de un luchador de Dios en nuestro tiempo, con el rastreo de las coordenadas de su espíritu y la osadía de intentar asomarme a la verdad de un santo. Se trataba de una indagación comprometida, no amordazada, de los hechos y la vida de un hombre de Dios, haciendo tiempo por entre los azares de la jornada de trabajo cotidiano, en el silencio de los fines de semana, agrupando los datos que había logrado reunir en una actitud de escucha transparente: con el corazón abierto de par en par.

Tal vez por mi específica vocación de médico me sentí llamada, en primer lugar, al seguimiento de sus "caminatas" por entre el dolor, la enfermedad y la muerte en aquella etapa difícil, minada por los escollos de la miseria y del peligro. Había documentos sobre aconteceres relacionados con sus actividades, pero estaban dispersos e inéditos, ya que nunca quiso que hilvanáramos la secuencia entera de su vida hasta después de haber abandonado su sitio entre nosotros.

Un inapreciable testimonio de primera mano

LAS HERMANAS DE LA CARIDAD DE SAN VICENTE DE PAÚL
Yo tenía en mi haber un sólido punto de partida: durante mis actividades profesionales en la Clínica Puerta de Hierro de Madrid, entre 1970 y 1977, pude conocer y atender a un prestigioso y ya anciano médico español: Juan Torres Gost. Después del exilio voluntario de Manuel Tapia, fue él quien ocupó la dirección médica del Hospital del Rey –entonces Hospital Nacional– durante los años de la Segunda República espanola. Le escribí a su retiro de Mallorca y tuve contestación inmediata: nadie podría proporcionarme datos más valiosos y auténticos sobre la actuación de Josemaría Escrivá que las Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paúl, heroicas en sus actividades y perseverancia hasta que sufrieron su expulsión de los hospitales.

La Superiora de la Comunidad en estos años, ya de edad muy avanzada pero con absoluta lucidez mental, vivía y rezaba retirada en una Residencia próxima a Madrid. Era una mujer, vasca de origen, fuerte de alma e indomables convicciones, que sin duda estaría feliz de prestar su testimonio.

Las Hijas de la Caridad y los médicos tenemos desde siempre una afinidad y entendimiento que arranca de su epicentro en la vida hospitalaria. Compartimos a diario la urgencia, el dolor, la enfermedad y el desacostumbrado, aunque mil veces repetido, golpe de la muerte.

Partícipe de la misma experiencia

Por eso, Sor Engracia Echevarría y yo no tuvimos apenas preámbulo ni presentación. Diversos y felices azares me llevaron ante su presencia, con el interés común acerca de una figura humana que seguía nítida e intacta en su memoria: Josemaría Escrivá.

Sor Engracia era de estatura media, erguida de planta, con el rostro arrugado por los avatares del tiempo y el trabajo, tenía palabra calma y serena, recuerdos de hierro y seguridad rotunda en sus afirmaciones. Casi un siglo de servicios, cerca del dolor y la pobreza, habían pasado por sus manos y su alma.

Por un enfermo nada le parecía excesivo

A DISPOSICIÓN DEL ENFERMO
Recordó de inmediato a aquel sacerdote joven –apenas contaba con treinta años–, que era el alma de un grupo de hombres, entregados a Dios, durante una dificilísima etapa de la vida espanola. "A mi parecer era un verdadero santo –me dijo con aplomo y entereza–. Sin ningún incentivo ni obligación acudió al Hospital y vino a mi despacho, para ponerse a disposición del enfermo que reclamase un sacerdote a cualquier hora del día y de la noche. Y me hizo responsable de ello". Al retirar el Gobierno el presupuesto para el clero, los hospitales públicos habían quedado sin asistencia religiosa.

Me habló de su valor, de su coraje, de su capacidad de trabajo y del desprecio por el contagio, la enfermedad y el cuidado de sí mismo. Los enfermos le esperaban siempre con la sed de una palabra de ánimo, de un afecto auténtico, de una entrega ajena a lo convencional. Y se amarraban a la estacha de su fe en la última escena de su dolor y de su naufrago.

Así entendió que debía comenzar El Fundador sabía que la Obra había de crecer con las raíces en forma de cruz. Y que allí, en medio del dolor y del aparente desamparo del ser humano, se yergue el poder omnímodo de Dios. En los documentos para la Causa de su Beatificación, a Josemaría Escrivá se la llama "contemplativo itinerante". Y, en verdad, aquí empezó su verdadero tiempo de caminar: entre los pobres de los suburbios y de los hospitales de Madrid; en medio de un trabajo sin tregua, de un lado a otro de los barrios extremos de la capital.
Una admirable fuerza DEL DOLOR, AL AMOR
Mons. Escrivá de Balaguer aludirá muchas veces a la fortaleza que encontró en aquellos lejanos comienzos de la Obra: "Había un sacerdote que tenía 26 anos, la gracia de Dios, buen humor y nada más. No poseía virtudes, ni dinero. Y debía hacer el Opus Dei... ¿Y sabes cómo pudo? Por los hospitales. Aquel Hospital General de Madrid cargado de enfermos, paupérrimos, con aquellos tumbados por la crujía, porque no había camas. Aquel Hospital del Rey, donde no había más que tuberculosos, y entonces la tuberculosis no se curaba... ¡Y esas fueron las armas para vencer! ¡Y ese fue el tesoro para pagar! ¡Y esa fue la fuerza para ir adelante! (...) Y el Señor nos llevó por todo el mundo, y estamos en Europa, en Asia, en Africa, en América y en Oceanía, gracias a los enfermos...".
El dolor para el amor y para su eficacia

Sin este sentido heroico y santo del dolor, en medio de la existencia humana, no se puede tener la osadía de decir a una moribunda, en el borde de la desolación final, algo tan vehemente y seguro como: "Bendito sea el dolor, amado sea el dolor, glorificado sea el dolor". Cosa parecida debió de sentir aquel gigante menudo, llamado Juan de la Cruz, cuando hendía la oscuridad mediante un salto ciego que le adentraba en el éxtasis de la luz y del amor.

Como ha dicho Juan Pablo II en la Carta Apostólica Salvifici doloris (11-II-1984), "el mundo del dolor humano hace que surja el mundo del amor humano. El dolor existe para desencadenar el amor en la persona humana, ese don desinteresado del yo en beneficio de otras personas, sobre todo, de las que sufren".

No es extrano que el 13 de setiembre de 1933, Mª Ignacia García Escobar, la primera mujer del Opus Dei, muriera con la certeza de que su holocausto contribuiría a afirmar para siempre los cimientos de la Obra de Dios en el mundo. Así se lo había asegurado el Fundador.

Han cambiado las circunstancias pero la realidad profunda se conserva intangible

Desde el 28 de noviembre de 1982, el Opus Dei es Prelatura Personal y adquiere la forma y solidez jurídicas definitivas para aquella aventura divina que el Fundador vio ya, en la plenitud de su desarrollo, aquel 2 de octubre de 1928. Por añadidura, dando toda su envergadura histórica a los acontecimientos, el 17 de mayo de 1992 tuvo lugar el hito más importante: la beatificación de Mons. Escrivá por el Papa Juan Pablo II en Roma.

Pero más que nunca siguen vigentes algunas de sus últimas palabras, el 19 de marzo de 1975, muy cerca de su muerte: "...Estas son las ambiciones del Opus Dei, los medios humanos que pusimos: enfermos incurables, pobres abandonados, niños sin familia y sin cultura, hogares sin fuego y sin calor y sin amor...".

Para entender aquellos años del Fundador del Opus Dei, para adentrarse en la profundidad de su sed de amor a la Cruz de Cristo y a todos cuantos le representan en el mundo, tendríamos que repetir y hacer propia aquella frase de la Madre Teresa de Ávila, que en un sesgo de pasión, adensado por la nostalgia, escribía: "Vivir toda su vida, amar todo su amor, morir toda su muerte".

La indagación por los hospitales de Madrid fue para mí un azar inolvidable. Porque hoy, como hace diez años, lo que oí y aprendí sigue vigente. Se han abierto las puertas del milenio y, de nuevo, es "tiempo de caminar".