Belleza de la mujer encinta
Tomás Melendo www.arvo.net |
Belleza y bellezas | Aquí pueden servirnos de ayuda unas palabras de Jean Guitton. Sostiene el autor francés, con un punto de mordacidad, que «no hay idea más estúpida que poner a la belleza en singular, como si hubiese un único género de belleza o si ésta fuera de exclusiva propiedad de la efervescencia juvenil. Y más aún creer que conservar un rostro joven es el único índice de hermosura». Y, en efecto, cualquier varón medianamente cultivado aprende a lo largo del matrimonio a advertir que la auténtica beldad es algo que implica a toda la persona y que surge, como de su hontanar más íntimo, del interior de ella: la belleza humana, como todo lo noblemente personal, es algo que va de dentro a fuera, por decirlo con expresión gráfica, y empapa y hace brillar también en el cuerpo la magnificencia del espíritu. De nuevo con términos de Guitton, «la luz del rostro, su fosforescencia, su irradiación, en lugar de venir [...] de la apariencia, proceden de la naturaleza íntima de las experiencias aceptadas, de la indulgencia, del amor verdadero, del reposo». |
Todo es caer en la cuenta | Ciertamente, la maternidad reiterada puede acabar por «romper las proporciones materiales» que determinados y superficiales y manipuladores cánones de belleza femenina pugnan por imponernos. Pero el menos perspicaz de los maridos, si se encuentra de veras enamorado, advierte el hondo esplendor que esos cambios llevan consigo; reconoce que su mujer, precisamente como madre, es más hermosa e incluso sexualmente más atractiva que quienes se pavonean con un remedo infrahumano de belleza, reducida a centímetros y contornos. A poca sensibilidad que posea, un varón descubre embelesado, en ese cuerpo que le cautiva, el paso de su propio amor de esposo y padre, la huella de los hijos que tal cariño ha engendrado, la tarjeta de visita del Amor infinito de todo un Dios creador, que les demostró su confianza al dar vida y hacer desarrollarse en el seno de la esposa a cada una de esas criaturas. ¡Como podría no sentirse encandilado ante semejantes enriquecimientos! |
A más madre más hermosura |
Hay, por tanto, más belleza real y efectiva en la mujer ataviada con el privilegio de la maternidad. Y ella debe ser la primera convencida de tan singular prodigio. Ahí también podría residir uno de los motivos de la insistencia de San Josemaría en este particular. Después de bastantes años de casado y detrato con otros matrimonios, en ocasiones experimento la necesidad de pedirle a las esposas que «se conformen» con gustar a sus maridos y gocen plenamente con ello. Que, sobre todo con el correr del tiempo, no pretendan «gustarse a sí mismas» son sus críticas más feroces ni admitan comparaciones con sus amigas o con otras personas de su mismo sexo y mucho menos con las más jóvenes. Que crean a pies juntillas, sin el más mínimo recelo, a sus esposos cuando éstos les digan que están muy guapas. Primero, porque es verdad. Y, después, porque la menor sombra de escepticismo al respecto, además de demostrar una indebida desconfianza en la grandeza de su cónyuge, manifestaría una falta real de donación y abandono por apego al propio juicio y podría llegar a enturbiar, aunque quizá no gravemente, la buena armonía de la pareja. Toda mujer entregada esposa y madre debe tener la convicción, firme e inamovible, de que incrementa su belleza radicalmente humana en la exacta medida en que va haciendo más actual y operativa la donación a su esposo y a sus hijos. El amor, en fin de cuentas, es el hontanar primigenio de la hermosura. |