Lecciones del corazón (III)
Mercedes Malavé Gonzáles
Los cuatro amores

 

Cuando un corazón se engaña

Los peligros del corazón

        El filósofo Pascal hablaba de las “razones del corazón” refiriéndose, quizá, a esas ideas a las que el corazón se aferra ciegamente, y que le hacen excluir otras razones que su propia inteligencia o el buen consejo de las personas queridas le intentan mostrar. También se usa con frecuencia la expresión “el amor es ciego” para ilustrar que una vez que el corazón ha escogido un objeto de contemplación y amor, se le hace difícil desprenderse de él y juzgar sobre la conveniencia de ese querer. Sin duda el principal peligro del corazón consiste en la tendencia a los apegamientos.

        ¿Cómo se reconoce un apegamiento? ¿Por qué pueden dañar el corazón? El amor verdadero es el que nos mueve a la generosidad, mientras que el amor egoísta es el que nos encierra en nosotros mismos, porque busca una posesión desordenada e injusta del ser amado. El deseo de poseer marca la distinción clave entre el amor de entrega y el amor de egoísta. Un corazón generoso es aquel que permanece abierto, que se relaciona con las cosas y con las personas de una manera libre, que goza de ellas porque reconoce el bien que hay en cada una, pero que no se cierra nunca a otros seres, sino que permanece dispuesto a conocerlos y a amarlos. Ésta es la clave del desprendimiento interior.

        Un corazón cerrado en sí mismo es aquel que se engaña pensando que ama, porque se mantiene en la contemplación del ser amado, cuando en realidad lo está contemplando no por lo bueno que tiene en sí mismo, sino por la satisfacción personal que se experimenta al contemplarlo. En lugar de ensancharse, el corazón tiende a reducirse a grandes velocidades, nacen las obsesiones hacia las personas y las cosas, lo que demuestra una ceguera y un empequeñecimiento de los horizontes existenciales, de las posibilidades de conocer y amar. Tal es el encierro en sí mismas que las personas terminan reduciéndolo todo a su propia conveniencia e intereses. Y las obsesiones, si no se intenta controlarlas, acaban por ahogar la propia personalidad. Es el efecto que tienen las pasiones desordenadas, los vicios, las ideologías. Son las cadenas del odio, de la mentira, de los prejuicios y de los complejos.

Obsesiones, prejuicios y heridas del corazón

        Las obsesiones también tienden a crear prejuicios, porque anulan la capacidad de razonar. Los prejuicios actúan como filtros que distorcionan el conocimiento de la realidad y de nosotros mismos; nos restan creatividad y valentía para superar los obstáculos que, aparentemente, impiden que realicemos nuestros sueños. ¿Cuáles son estos prejuicios? Los más comunes, en nuestra época, son aquellos que tenemos contra nosotros mismos: más o menos inteligente, complejos físicos, tendencia a pensar que nos critican, etc. También abundan los prejuicios contra los demás. Es verdad que a veces no podemos dejar de juzgar negativamente la conducta de una persona, sus ambiciones injustas o sus reacciones egoístas. Pero no debemos condenarlas, si queremos que el corazón se mantenga libre y puro de malos deseos. Tachar a una persona supone apegarse a un recuerdo, a una valoración negativa. Fomentar el desprendimiento de los propios juicios no es nada fácil pero, sin duda, ayuda a conquistar grandes espacios de libertad interior. Esto no quiere decir que tengamos que amar a esas personas que nos han dejado heridas, obligándonos a tener un buen recuerdo de ellas. A veces convendrá tenerlas más distantes, separarse un tiempo, para que el corazón recupere su capacidad de recordar con cariño una vez que ha sanado su herida.

        Las heridas del corazón: las rupturas, el abandono, la soledad, son ciertamente ocasiones de oro en las que podemos decidir si queremos hacer crecer y fortalecer el corazón, o si nos dejaremos arrastrar por la ola de las obsesiones, rencores y resentimientos. Pero para huir de ellas no basta con permanecer estable, sereno, dejando pasar el tiempo, sin preocuparse excesivamente de los asuntos que duelen en el alma. Esta actitud, fría y distante de sí mismo, no siempre es posible y, además, no funciona a largo plazo. Es necesario aprender a desahogarse. Muchas veces el mejor remedio consiste en hablar con un amigo, con un director espiritual, con un familiar o con un especialista, sobre aquello que está presente constantemente en el recuerdo y que está nublando el horizonte y el sentido de nuestra existencia. Esta vía puede ayudar a vencer las obsesiones y caminar hacia el perdón. Si no lo hacemos, si retrasamos el desahogo, el corazón se llena de deseos de venganza, de ira, de desilusión, de desencanto.

El perdón tan difícil         Tim Guenard –que mencionábamos al principio– después de haber perdonado a su padre, explica cómo hace para mantenerse en el perdón: “El pasado se despierta por un efecto de un sonido, de una palabra, de un olor, de un ruido, de un gesto, de un lugar apenas entrevisto...Basta una nada para que surjan los recuerdos. Me zarandean, me desgarran. Me recuerdan que aún tengo la sensibilidad a flor de piel. Aún me duele. Quizás nunca me apacigüe del todo. Sin duda deberé renovar el perdón, una y otra vez (...) Para perdonar, es preciso recordar. No hay que esconder la herida, enterrarla, sino, al contrario, exponerla al aire, a la luz del día. Una herida escondida se infecta y destila su veneno. Es preciso que se la vea, que se la escuche, para poder convertirse en fuente de vida. Yo doy fe de que no hay herida que no pueda ir cicatrizando lentamente gracias al amor”. No obstante, vale la pena aclarar que una vez que la persona ha decidido perdonar, y lo ha hecho, no debe preocuparse de si su perdón fue o no verdadero, porque siente todavía la herida “a flor de piel”. Cómo decíamos, vivir en el perdón supone una disciplina y un entrenamiento interior que no siempre se consiguen, pero no hace falta preocuparse demasiado. Como decía una persona, perdonar es como cortar la cabeza de un dragón; cuando lo hemos hecho podemos estar seguras de que ha muerto, aunque el cuerpo siga moviéndose. Lo mismo ocurre con las heridas del corazón una vez que se ha perdonado: aunque vuelven y nos aturden, poco a poco irán desapareciendo.
El daño del propio corazón

        Tampoco debemos tener miedo a llorar de vez en cuando. La antigua leyenda del ave fénix podría ilustrar una bella enseñanza para el corazón: "Mira el ejemplo del ave fénix que resucita a sus hijos (…) cuando los polluelos nacen, se alegra inmensamente, y los estrecha con tanto afecto, que termina por asfixiarlos. Al verlos muertos e inmóviles, pasa tres días destrozado por el dolor y la angustia. No come ni bebe, pero tampoco se mueve de su lado: no se separa de ellos y los custodia. Al cabo, desgarra su cuerpo y los baña con su sangre, y entonces (…) los pequeños cuerpos vuelven a la vida. Si Dios se compadece de un pelícano y resucita a sus polluelos, ¡cuánta mayor compasión tendrá del corazón del hombre! (…)" Es muy gráfica la metáfora del ave fénix porque nos enseña que, en ocasiones, es el mismo corazón el que se hace daño cuando no vigila su tendencia al apegamiento, y se relaciona de modo egoísta con el ser amado. El corazón puede asfixiar su propio amor. Es paradójico pero sucede así: los que más se quieren son los que más daño se pueden causar. El corazón necesita, sin duda, pasar por un proceso de purificación o rectificación.