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Mi abuela tenía ochenta años y unos bellísimos ojos azules. Su rostro estaba surcado de arrugas. Tuvo una existencia dura, hecha de trabajo, sacrificios, lágrimas, privaciones y entrega a los demás. Cuando yo estaba en el seminario, me decía:
En aquellas palabras había una admonición. Es como si me dijera:
No es un sentimiento mío. Es más bien un compromiso concreto, apremiante: no despilfarrar, ni traicionar aquellos millares de rosarios que ella me rezó. Péguy escribe: "En el juicio universal no necesitaremos memoriales o certificados. Pero nadie podrá borrar la huella de un padrenuestro o de una avemaría". | |||||
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