Reflexión sobre la belleza
Jorge Enrique Mújica
María Antonieta
Hilaire Belloc

 

 

 

Será por alguna razón

 

 

 

 

 

 

 

Persuasión / Sanditon
Jane Austen

 

 

 

Una belleza que no lo parece

 

 

 

 

 

 

Mansfield Park
Jane Austen

 

 

 

 

Ojos que no aprecian lo Bello

        La belleza impone incesantemente en nosotros su presencia. Tan es así que Agustín de Hipona llegó a preguntarse si amamos por ventura algo fuera de lo bello. Pero, qué es lo bello; qué nos atrae y aficiona hacia lo hermoso. “La belleza es difícil”, afirmaba Platón: por qué un cuerpo humano es hermoso y otro no lo es; por qué un paisaje golpea dulcemente y otro causa agria repulsa; por qué una pintura atrae y otra ocasiona rechazo; por qué algunas composiciones musicales, poéticas, arquitectónicas, escultóricas nos hacen exclamar “¡qué bello!”, mientras tantas otras pasan desapercibidas o sencillamente desagradan; ¿qué es lo que nos atrae y aficiona a las cosas que amamos? Porque, ciertamente, si no hubiese en ellas alguna gracia y hermosura, de ningún modo nos atraerían hacia sí.

        En la antigüedad griega Policleto fijó un canon que hizo consistir la belleza en la proporción del cuerpo humano como correspondiente a siete veces y media la altura de la cabeza; en el renacimiento, Vitrubio hizo consistir la belleza en general en la proporción armónica de las partes. Fue a partir de un estándar de belleza del cuerpo humano que se pasó a un metro de la belleza en general donde la condición para ser tal sería la proporción y la armonía siempre materiales. Hoy, la dictadura de las opiniones comunes sintonizaría amigablemente con aquellos criterios permitiendo a muy pocos identificar la belleza con algo que no fuese la apariencia externa del cuerpo humano. ¿Y es que acaso se puede negar la belleza que hay en algunos de ellos? Ciertamente no pero es que tampoco lo es todo.

        La belleza física es efímera y por tanto imperfecta. Lo bello, lo auténticamente bello, no muere sino que se convierte en otra cosa bella.

        Hace poco leí una poesía titulada “Las manos feas”. Ella hizo nacer en mí las primeras reflexiones sobre el valor de la verdadera belleza. La transcribo íntegramente:

— “Mamá: –le dijo el niño– eres hermosa,
tu rostro es el trasunto de una diosa”.
Sonrióse la madre enternecida,
mas el niño tornando a otras ideas
añadió con palabras conmovidas:
— “pero tus manos son tan feas”...
Calló el niño al mostrar estos decires,
mas replicó la madre:- “no las mires si tanto
te disgusta contemplarlas”.
— “No lo puedo evitar –le dijo el niño–
si al palpar con ávido cariño
tengo ¡oh madre!
al instante que apartarlas”.
El padre que escuchaba al niño dijo:
— “te contaré una historia mi buen hijo:
hace tiempo dormía
rozagante un niño
encendióse el mosquitero
y las llamas del fuego traicionero
amenazaban la vida del infante.
La nodriza corrió despavorida,
mas la madre heroica decidida
el fuego dominó a manotadas
salvando de las llamas a su niño
pero sus manos de blanco armiño
quedaron sin piedad carbonizadas.
Y cuando al final las vendas le quitaron
sus manos deformadas le quedaron.
El niño comprendió y en un instante
voló hacia su madre diciendo
entre sollozos extrahumanos:
— “no hay manos cual las tuyas en el mundo”.

        Sí, físicamente en las manos desfiguradas de la madre se puede encontrar una fealdad que nos las hace valorar como monstruosas en un primer momento; sin embargo, este reparo queda superado por la belleza del gesto por el cual su hermosura física no decanta en fealdad sino que es sublimada; una belleza que no podrá ser ya percibida exclusivamente con los ojos del cuerpo sino que precisará siempre de los del alma. Es así que la belleza de la donación, del amor, de la virtud: la belleza inmortal, se descubre internamente, con los ojos del espíritu. Con esos ojos quedamos fascinados y somos aptos para aprender que el atractivo del cuerpo no lo es todo.

        Primariamente somos como el niño de la poesía que sabe apreciar la armonía estética del rostro de su madre; pero sabemos lo que viene: no permanece en una consideración meramente externa. Es la virtud de la obra realizada por su madre la que le permite abrir los ojos del alma y reconocer una belleza suprema que le llevan a declarar el último verso: “no hay manos cual las tuyas en el mundo”.

        ¿Qué es la belleza? La belleza es la marca que suele sonreír con esplendor en la bondad, en la verdad y en el amor que hay en las obras que hacemos. ¿Y los cuerpos humanos? No es falso que hay cuerpos humanos armónicos y proporcionados que impresionan y podemos catalogar como hermosos. Mas no podemos permanecer en un miramiento material de lo bello. Si somos capaces de captar la belleza de un acto de amor como el antes mencionados, debemos esforzarnos por dar el paso de lo meramente exterior a la realidad profunda que capta el espíritu, lo que captamos dentro de nosotros; así estaremos más preparados de percibir toda verdad, bondad y amor que, en suma, llevan la impronta de la belleza que nunca caduca.

        Porque la belleza, hermana de la Verdad, arte puro y enemiga de lo artificioso, es fuerza y gracia unida en simplicidad, nos salvará. Nos salvará porque nos ayudará a discernir entre lo verdadero y lo falso, entre lo bueno y lo malo, entre lo lícito y lo ilícito… ¿Quién no sucumbe ante la belleza de dos esposos que se abren a la vida en el respeto, comparten en familia y unidad lo próspero y lo adverso, la salud y la enfermedad? ¿Quién no se arrodilla ante el misterioso milagro de la vida? ¿Quién no se conmueve con la beldad de la inocencia, la dependencia y la necesidad de protección de un recién nacido? ¿Quién es capaz de no captar la belleza de una vocación a la vida consagrada nacida en el jardín de la juventud generosa? ¡¿Quién puede negar que la belleza exista?! Buen remate dio Cervantes cuando escribió: “La hermosura que se acompaña con la honestidad es hermosura, y la que no, no es más que un buen parecer”. Ahí el detalle. Quien busque con honestidad la belleza será capaz de verla con los ojos del alma. Y esos mismos ojos, indefectiblemente, le llevarán al autor; a ese autor que no tuvo apariencia humana en su pasión y luego, resucitado, revestido por el valor de su acto supremo de donación, es la Belleza misma.