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María no es sino una humilde mujer de una humilde aldea -ningún texto precristiano habla de Nazaret, de forma que alguno ha intentado demostrar que no existía un lugar con tal nombre-. María, para la sabiduría del mundo, no es nada. Para la perspectiva de la fe, es un abismo de misterio: es persona humana como nosotros, y a la vez es instrumento indispensable para el mayor acontecimiento, y con diferencia: la encarnación de Dios mismo. En el cielo, desde la perspectiva católica, hay actualmente dos cuerpos como los nuestros, glorificados para la eternidad: el de Jesús y el de su Madre. Anticipan lo que también seremos nosotros.
Dos, en cualquier caso, son los desafíos que he intentado afrontar en estas más de 500 páginas: ante todo, mostrar que es posible ser devotos marianos convencidos sin caer en una cierta retórica, en un cierto devocionismo. Mostrar, además, que dar lugar a la Virgen no es el hobby d e creyentes sentimentales o ignorantes, sino una exigencia irrenunciable para todo creyente. Todo lo que la Iglesia ha dicho y dice sobre la Madre está, en realidad, al servicio de Cristo, en defensa de su humanidad, y a la vez divinidad. La mariología es, en realidad, cristología; sus dogmas no son sino confirmación y baluarte de los de su Hijo. Allí donde María ha sido olvidada, antes o después se ha olvidado también a Cristo.
Claro. Por alguna ironía divina, esa Europa que no ha querido reconocer sus raíces cristianas ha adoptado -¡sin darse cuenta siquiera!- una bandera en la que destacan, en un fondo azul mariano, las doce estrellas que en el Apocalipsis coronan a la Mujer en quien la fe ve a María. El proyecto del estandarte europeo fue realizado por un devoto que se inspiró en el diseño de la medalla milagrosa, que en París, en 1830, la Virgen pidió acuñar a santa Catalina Labouré. En fin, la agnóstica, frecuentemente masona o, en cualquier caso, no cristiana, y menos que nunca católica, nomenklatura europe a fue, de alguna forma, burlada por un extraordinario proyecto celeste: y, cuando se dieron cuenta, era demasiado tarde para remediarlo...
En Hipótesis sobre María, me ocupo mucho de apariciones, aun limitándome a las reconocidas por la Iglesia. En las apariciones, la Virgen continúa su vocación de madre que corre junto a los hijos en los momentos difíciles: desde el inicio de la modernidad es la fe misma la que está amenazada, la grey de los creyentes parece en peligro de dispersarse. Las apariciones son una llamada, una sacudida, una confirmación, un afianzamiento. Acudo cuando puedo como peregrino, además de como estudioso, a los santuarios marianos europeos: allí encuentro a las multitudes que ya no acuden a sus parroquias, pero que son atraídas por aquellos lugares donde la presencia materna se ha manifestado. En Occidente, el incremento de las peregrinaciones ha sido el único índice de signo positivo en una Iglesia donde todo disminuía, desde la participación en los sacramentos hasta las vocaciones. La devoción mariana es, actualmente, tal vez el mayor recurso pastoral: y no sé qué pensar de ciertos clérigos intelectuales que rechazan o hasta desprecian esta extraordinaria posibilidad. Pero, por fortuna, la persona normal no lee a los teólogos adultos y críticos, sino que sigue quedando fascinada ante la posibilidad de que en un santuario una Madre misericordiosa la espera.
Hace veinte años, tras unos días de coloquio con el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el cardenal Joseph Ratzinger, publicaba Informe sobre la fe. El futuro Benedicto XVI me decía que, ante la crisis de la mujer, frecuentemente tan dolorosa para ella, los cristianos debían oponer un antídoto: María. En esa misma persona conviven las dos grandes vocaciones femeninas: la virginidad y la maternidad. Si es bien entendido, el culto mariano no sólo no es obstáculo, sino una ayuda preciosa para que las mujeres reencuentren un camino que valore verdaderamente el misterio de la feminidad. | ||
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