Quinto misterio luminoso
"La institución de la Eucaristía"

“Doy gracias al Señor por los frutos de este Año del Rosario –dijo Juan Pablo II en Pompeya el pasado 6 de octubre–, que ha producido un significativo despertar de esta oración, sencilla y profunda al mismo tiempo”.

Textos escogidos de san Josemaría Escrivá
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        Cuando llegó la hora, se puso a la mesa y los apóstoles con él. Y les dijo:
        —Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer, porque os digo que no volveré a comer hasta que tenga su cumplimiento en el Reino de Dios.
Y tomando el cáliz, dio gracias y dijo:
        —Tomadlo y distribuidlo entre vosotros; pues os digo que a partir de ahora no beberé del fruto de la vid hasta que venga el Reino de Dios.
Y tomando pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo:
        —Esto es mi cuerpo, que es entregado por vosotros. Haced esto en memoria mía.
Y del mismo modo el cáliz, después de haber cenado, diciendo:
        —Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros. (Lc 22, 14-20)
 


        La víspera de la fiesta de Pascua, como Jesús sabía que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin (Jn 13,1).

        Se hacía noche en el mundo, porque los viejos ritos, los antiguos signos de la misericordia infinita de Dios con la humanidad iban a realizarse plenamente, abriendo el camino a un verdadero amanecer: la nueva Pascua. La Eucaristía fue instituida durante la noche, preparando de antemano la mañana de la Resurrección.

        Jesús se quedó en la Eucaristía por amor..., por ti.

         —Se quedó, sabiendo cómo le recibirían los hombres... y cómo lo recibes tú.

        —Se quedó, para que le comas, para que le visites y le cuentes tus cosas y, tratándolo en la oración junto al Sagrario y en la recepción del Sacramento, te enamores más cada día, y hagas que otras almas

        —¡muchas!— sigan igual camino.

        Niño bueno: los amadores de la tierra ¡cómo besan las flores, la carta, el recuerdo del que aman!...

        —Y tú, ¿podrás olvidarte alguna vez de que le tienes siempre a tu lado... ¡a Él!? —¿Te olvidarás... de que le puedes comer?

         —¡Señor, que no vuelva a volar pegado a la tierra!, ¡que esté siempre iluminado por los rayos del divino Sol —Cristo— en la Eucaristía!, ¡que mi vuelo no se interrumpa hasta hallar el descanso de tu Corazón!

        Santo Rosario, Apéndice, 5º misterio de luz

Misa en la Plaza de San Pedro, 7 de octubre de 2002.

 

        Comencemos por pedir desde ahora al Espíritu Santo que nos prepare, para entender cada expresión y cada gesto de Jesucristo: porque queremos vivir vida sobrenatural, porque el Señor nos ha manifestado su voluntad de dársenos como alimento del alma, y porque reconocemos que sólo El tiene "palabras de vida eterna" (Jn 6, 69).

        La fe nos hace confesar con Simón Pedro: "nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios" (Jn 6, 70). Y es esa fe, fundida con nuestra devoción, la que en esos momentos trascendentales nos lleva a imitar la audacia de Juan: acercarnos a Jesús y recostar la cabeza en el pecho del Maestro (cfr. Jn 13, 25), que amaba ardientemente a los suyos y —acabamos de escucharlo— los iba a amar hasta el fin.

        Considerad la experiencia, tan humana, de la despedida de dos personas que se quieren. Desearían estar siempre juntas, pero el deber —el que sea— les obliga a alejarse. Su afán sería continuar sin separarse, y no pueden. El amor del hombre, que por grande que sea es limitado, recurre a un símbolo: los que se despiden se cambian un recuerdo, quizá una fotografía, con una dedicatoria tan encendida, que sorprende que no arda la cartulina. No logran hacer más porque el poder de las criaturas no llega tan lejos como su querer.

        Lo que nosotros no podemos, lo puede el Señor. Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, no deja un símbolo, sino la realidad: se queda El mismo. Irá al Padre, pero permanecerá con los hombres. No nos legará un simple regalo que nos haga evocar su memoria, una imagen que tienda a desdibujarse con el tiempo, como la fotografía que pronto aparece desvaída, amarillenta y sin sentido para los que no fueron protagonistas de aquel amoroso momento. Bajo las especies del pan y del vino está El, realmente presente: con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.

         Es Cristo que pasa, n. 83

Plaza de San Pedro, 6 de octubre de 2002.

 

        La Misa, centro de la vida interior
Ante todo, hemos de amar la Santa Misa que debe ser el centro de nuestro día. Si vivimos bien la Misa, ¿cómo no continuar luego el resto de la jornada con el pensamiento en el Señor, con la comezón de no apartarnos de su presencia, para trabajar como El trabajaba y amar como El amaba? Aprendemos entonces a agradecer al Señor esa otra delicadeza suya: que no haya querido limitar su presencia al momento del Sacrificio del Altar, sino que haya decidido permanecer en la Hostia Santa que se reserva en el Tabernáculo, en el Sagrario.

        Os diré que para mí el Sagrario ha sido siempre Betania, el lugar tranquilo y apacible donde está Cristo, donde podemos contarle nuestras preocupaciones, nuestros sufrimientos, nuestras ilusiones y nuestras alegrías, con la misma sencillez y naturalidad con que le hablaban aquellos amigos suyos, Marta, María y Lázaro. Por eso, al recorrer las calles de alguna ciudad o de algún pueblo, me da alegría descubrir, aunque sea de lejos, la silueta de una iglesia; es un nuevo Sagrario, una ocasión más de dejar que el alma se escape para estar con el deseo junto al Señor Sacramentado.

        Es Cristo que pasa, 153-154