![]() EN EL AÑO DEL ROSARIO Tercer misterio
de luz: Textos escogidos de san Josemaría Escrivá
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"El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está al llegar; convertíos
y creed en el Evangelio" (Mc 1, 15). "Toda la muchedumbre iba hacia
Él, y les enseñaba" (Mc 2, 13). Jesús ve aquellas barcas en la orilla
y se sube a una. ¡Con qué naturalidad se mete Jesús en la barca de cada
uno de nosotros! Cuando te acerques al Señor, piensa que está siempre
muy cerca de ti, en ti: "regnum meum intra vos est" (Lc 17, 21). Lo
encontrarás en tu corazón. Cristo debe reinar, antes que nada, en nuestra
alma. Para que Él reine en mí, necesito su gracia abundante: únicamente
así hasta el último latido, hasta la última respiración, hasta la mirada
menos intensa, hasta la palabra más corriente, hasta la sensación más
elemental se traducirán en un hosanna a mi Cristo Rey.
"Duc in altum". —¡Mar adentro! —Rechaza el pesimismo que te hace cobarde. "Et laxate retia vestra in capturam" —y echa tus redes para pescar.
La
predicación del reino La salvación, que predica Nuestro Señor Jesucristo,
es una invitación dirigida a todos: acontece lo que a cierto rey, que
celebró las bodas de su hijo y envió a los criados a llamar a los convidados
a las bodas (Mt 22, 2-3). Por eso, el Señor revela que el reino de los
cielos está en medio de vosotros (Lc 17, 21). Nadie se encuentra excluido
de la salvación, si se allana libremente a las exigencias amorosas de
Cristo: nacer de nuevo (cfr. Jn 3, 5), hacerse como niños, en la sencillez
de espíritu (cfr. Mc 10, 15; Mt 18, 3; 5, 3); alejar el corazón de todo
lo que aparte de Dios. "En verdad os digo que difícilmente un rico entrará
en el reino de los cielos" (Mt 19, 23). Jesús quiere hechos, no sólo
palabras (cfr. Mt 7, 21). Y un esfuerzo denodado, porque sólo los que
luchan serán merecedores de la herencia eterna (cfr. Mt 11, 12). Quien entiende el reino que Cristo propone, advierte
que vale la pena jugarse todo por conseguirlo: es la perla que el mercader
adquiere a costa de vender lo que posee, es el tesoro hallado en el
campo (cfr. Mt 13, 44-46). El reino de los cielos es una conquista difícil:
nadie está seguro de alcanzarlo (cfr. Mt 21, 43; 8, 12), pero el clamor
humilde del hombre arrepentido logra que se abran sus puertas de par
en par. Uno de los ladrones que fueron crucificados con Jesús le suplica:
Señor, acuérdate de mí cuando hayas llegado a tu reino. Y Jesús le respondió:
en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso (Lc 23, 42-43).
El reino de Cristo no es un modo de decir, ni una imagen retórica. Cristo vive, también como hombre, con aquel mismo cuerpo que asumió en la Encarnación, que resucitó después de la Cruz y subsiste glorificado en la Persona del Verbo juntamente con su alma humana. Cristo, Dios y Hombre verdadero, vive y reina y es el Señor del mundo. Sólo por Él se mantiene en vida todo lo que vive.
El reino de los cielos se alcanza a viva fuerza, y los que la hacen son los que lo arrebatan (Mt 11, 12). Esa fuerza no se manifiesta en violencia contra los demás: es fortaleza para combatir las propias debilidades y miserias, valentía para no enmascarar las infidelidades personales, audacia para confesar la fe también cuando el ambiente es contrario.
En medio de las ocupaciones de la jornada, en el momento de vencer la tendencia al egoísmo, al sentir la alegría de la amistad con los otros hombres, en todos esos instantes el cristiano debe reencontrar a Dios. Por Cristo y en el Espíritu Santo, el cristiano tiene acceso a la intimidad de Dios Padre, y recorre su camino buscando ese reino, que no es de este mundo, pero que en este mundo se incoa y prepara.
Mientras esperamos el retorno del Señor, que volverá a tomar posesión plena de su Reino, no podemos estar cruzados de brazos. La extensión del Reino de Dios no es sólo tarea oficial de los miembros de la Iglesia que representan a Cristo, porque han recibido de Él los poderes sagrados. "Vos autem estis corpus Christi" (1 Cor 12, 27), vosotros también sois cuerpo de Cristo, nos señala el Apóstol, con el mandato concreto de negociar hasta el fin.
Que
Jesús crezca en nosotros No es posible quedarse inmóviles. Es necesario ir adelante hacia la meta que San Pablo señalaba: no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí (Gal 3, 20). La ambición es alta y nobilísima: la identificación con Cristo, la santidad. Pero no hay otro camino, si se desea ser coherente con la vida divina que, por el Bautismo, Dios ha hecho nacer en nuestras almas. El avance es progreso en santidad; el retroceso es negarse al desarrollo normal de la vida cristiana. Porque el fuego del amor de Dios necesita ser alimentado, crecer cada día, arraigándose en el alma; y el fuego se mantiene vivo quemando cosas nuevas (...). ¿Avanzo en mi fidelidad a Cristo?, ¿en deseos de santidad?, ¿en generosidad apostólica en mi vida diaria, en mi trabajo ordinario entre mis compañeros de profesión? Cada uno, sin ruido de palabras, que conteste a esas preguntas, y verá cómo es necesaria una nueva transformación, para que Cristo viva en nosotros, para que su imagen se refleje limpiamente en nuestra conducta.
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